El cumpleaños de la infanta

 Era aquel día el cumpleaños de la infanta. Cumplía los doce años, y el sol brillaba con esplendor en los jardines del palacio.

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     Aunque realmente era princesa y era la infanta de España, sólo tenía un cumpleaños cada año, exactamente como los hijos de la gente muy pobre; así, era cosa de grande importancia para todo el país que la infanta tuviera un gran día en tales ocasiones. Y aquel día era magnífico en verdad. Los altos y rayados tulipanes se erguían sobre los tallos, como en largo desfile militar, y miraban, retadores, a las rosas, diciéndoles: «Somos tan espléndidos como vosotras.» Las mariposas purpúreas revoloteaban, llenas de polvo de oro las alas, visitando a las flores una por una; los lagartos salían de entre las grietas del muro y se calentaban al sol; las granadas se cuarteaban y entreabrían con el calor, y se veía sangrante su corazón rojo. Hasta los pálidos lines amarillos, que colgaban en profusión de las carcomidas espalderas, y a lo largo de las arcadas oscuras, parecían haber robado mayor viveza de color a la maravillosa luz solar, y las magnolias abrían sus grandes flores, semejantes a globos de marfil, y llenaban el aire de dulce aroma enervante.

     La princesita paseaba en la terraza con sus compañeros y jugaba al escondite entre los jarrones de piedra y las viejas estatuas cubiertas de musgo. En los días ordinarios sólo se le permitía jugar con niños de su propia alcurnia, de manera que tenía que jugar sola; pero su cumpleaños formaba excepción, y el rey había ordenado que invitara a sus amistades preferidas para que jugaran con ella. Tenían los esbeltos niños españoles gracia majestuosa de movimientos, los muchachos con sus sombreros de gran pluma y sus capas cortas flotantes; las niñas recogiéndose la cola de los largos trajes de brocado y protegiéndose los ojos contra el sol con enormes abanicos negros y argentados. Pero la infanta era la más graciosa de todas, la que iba vestida con mayor gusto, dentro de la moda algo incómoda de aquel tiempo. Su traje era de raso gris, la falda y las anchas mangas de bullones estaban bordadas con plata, el rígido corpiño adornado con hileras de perlas finas. Al andar, debajo del traje surgían dos diminutos zapatitos con rosetas color de rosa. Rosa y perla era su gran abanico de gasa, y en el cabello, que formaba una aureola de oro viejo en torno a su carita pálida, llevaba una linda rosa blanca.

     Desde una ventana del palacio los contemplaba el melancólico rey. Detrás de él se hallaba en pie su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba; su confesor, el gran inquisidor de Granada, se hallaba sentado junto a él. Más triste que de costumbre estaba el rey, porque al ver a la infanta saludando con infantil gravedad a los cortesanos reunidos, o riéndose tras el abanico de la ceñuda duquesa de Alburquerque, que la acompañaba siempre, pensaba en la joven reina, su madre, que poco tiempo antes -así le parecía aún-había llegado del alegre país de Francia, y se había marchitado entre el sombrío esplendor de la corte española, muriendo seis meses después del nacimiento de su hija, antes de haber visto florecer dos veces los almendros en el huerto, o de haber arrancado por segunda vez los frutos de la vieja higuera nudosa que había en el centro del patio, cubierto ahora de hierba. Tan grande había sido el amor que tuvo el rey a su esposa, que no permitió que la tumba los separara. La reina fue embalsamada por un médico moro, a quien por tal servicio le había sido perdonada la vida, condenada ya por el Santo Oficio, en juicio por herejía y sospecha de prácticas mágicas; y el cuerpo yacía aún dentro del féretro, forrado de tapices, en la capilla de mármol negro del palacio, tal como lo habían depositado allí los monjes aquel ventoso día de marzo, doce años atrás. Una vez al mes, el rey, envuelto en una capa oscura y llevando en la mano una linterna sorda, entraba allí y se arrodillaba junto a ella exclamando: «¡Mi reina! ¡Mi reina!»

     A veces, faltando a la etiqueta formalista que gobierna en España cada acto de la vida, y que pone límites hasta a la pena de un rey, asía las pálidas manos enjoyadas, en loco paroxismo de dolor, y trataba de reanimar con sus besos la fría cara pintada.

     Hoy creía verla de nuevo, como la vió por primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando tenía él apenas quince años de edad, y ella menos aún. En aquella ocasión contrajeron esponsales, que bendijo el nuncio del Papa en presencia del rey de Francia y de toda la corte, y él regresó a El Escorial, llevando consigo un mechón de cabellos rubios y el recuerdo de los labios infantiles que se inclinaban para besarle la mano cuando subió a su carruaje. Más adelante, se efectuó el matrimonio en Burgos, y la gran entrada pública en Madrid con la acostumbrada misa solemne en la iglesia de la Virgen de Atocha, y un auto de fe más importante que de costumbre, en el cual se relajaron al brazo secular para ser quemados cerca de trescientos herejes, entre ellos muchos ingleses.

     En verdad, el rey amó a la reina con locura, lo cual no dejó de contribuir, según pensaban muchos, a la ruina de su país, a quien Inglaterra disputaba entonces sus posesiones del Nuevo Mundo. Apenas la dejaba apartarse de su lado, porque había olvidado, o parecía olvidar, todos los graves asuntos del Estado; y con la terrible locura que la pasión da a sus víctimas, no advirtió que las complicadas ceremonias con que trataba de divertirla no hacían sino agravar la enfermedad extraña que sufría. Cuando murió la reina, el rey quedó como privado de razón durante algún tiempo. No cabe duda de que hubiera abdicado formalmente y se hubiera retirado al gran monasterio trapense de Granada, del cual era ya prior titular, si no hubiera temido dejar a la infantita entregada a la merced de su hermano, cuya crueldad aun en España era notoria, y de quien muchos sospechaban que había causado la muerte de la reina con un par de guantes envenenados que le regalara en su castillo de Aragón al visitarlo ella. Aun después de expirar los tres años de luto que había ordenado por edicto real para todos sus dominios, nunca permitió a sus ministros que le hablaran de nuevos matrimonios, y cuando el emperador le hizo ofrecer la mano de su sobrina, la encantadora archiduquesa de Bohemia, rogó a los embajadores dijeran a su señor que él, rey de España, estaba desposado con la Tristeza, y que aunque ella fuese una esposa estéril, la amaba más que a la Belleza; respuesta que costó a su corona las ricas provincias de los Países Bajos, que bien pronto, a instigación del emperador, se rebelaron contra él bajo la dirección de fanáticos de la Reforma.

     Toda su vida matrimonial, con sus alegrías ardientes y el dolor terrible de su fin súbito, parecía revivir ante él ahora, al ver a la infanta jugar en la terraza. Tenía toda la graciosa petulancia de la reina, la misma manera voluntariosa de mover la cabeza, la misma orgullosa boca de lindas curvas, la misma sonrisa maravillosa, vrai sourire de France, al mirar de tarde en tarde hacia la ventana, o al extender su manecita para que la besaran los majestuosos caballeros españoles. Pero la aguda risa de los niños molestaba los oídos del rey, y la viva, implacable luz del sol se burlaba de su tristeza, y un olor tenue de aromas extraños, aromas como los que emplean los embalsamadores, parecía difundirse -¿o era sólo imaginación?- en el aire claro de la mañana. Escondió la cara entre las manos, y cuando la infanta miré de nuevo hacia arriba, se habían cerrado las cortinas y el rey se habla retirado.

     Hizo la niña una moue de contrariedad y se encogió de hombros. Bien podía haberse quedado el rey a verla jugar en su día de natales. ¿Qué importaban los ridículos asuntos del Estado? ¿O se había ido a meter en la capilla tenebrosa, donde siempre ardían velas y a donde nunca le permitían a ella entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol brillaba con tanta viveza y todo el mundo estaba tan contento! Además, iba a perder el simulacro de corrida de toros, para el cual sonaba ya la trompeta, sin contar la comedia de títeres y las otras cosas maravillosas. Su tío y el gran inquisidor eran mucho más sensatos. Habían salido a la terraza y le hacían finos cumplimientos. Sacudió, pues, la cabecita, y tomando la mano de don Pedro descendió lentamente las escaleras y se dirigió hacia el amplio pabellón de seda púrpura erigido en uno de los extremos del jardín. Los otros niños la siguieron, marchando en orden estricto de precedencia: los que tenían los nombres más largos iban delante.

     Salió a recibirla una procesión de niños nobles, fantásticamente vestidos de toreros, y el joven conde de Tierra Nueva, hermosísimo adolescente de unos catorce años de edad, descubriéndose la cabeza con toda la gracia que dan el nacimiento hidalgo y la grandeza de España, la acompañó solemnemente hasta una silla pequeña de oro y marfil, colocada sobre el estrado que dominaba el redondel. Los niños se agruparon en torno, agitando las niñas sus abanicos y cuchicheando entre sí, mientras don Pedro y el gran inquisidor, en la entrada, observaban y reían. Hasta la duquesa -la camarera mayor se le llamaba-, mujer delgada, de facciones duras, con gorguera amarilla, no parecía de tan mal humor como otras veces, y algo semejante a una fría sonrisa vagaba en su cara arrugada y crispaba sus labios, delgados y exangües.

     Era aquella una corrida de toros maravillosa, y muy superior -pensaba la infanta- a la corrida verdadera a que la llevaron en Sevilla cuando la visita del duque de Parma a su padre. Algunos de los muchachos caracoleaban sobre caballos de palo ricamente enjaezados, blandiendo largas picas con alegres gallardetes de cintas de colores vivos; otros iban a pie, agitando sus capas escarlatas ante el toro y saltando la barrera cuando les embestía. Y el toro parecía un animal vivo, aunque estaba hecho de mimbres y cubierto con una piel disecada; a veces corría por el redondel sobre sus patas traseras, cosa que ningún otro toro haría. Se defendió espléndidamente, y los niños se excitaron tanto, que se subieron sobre los bancos, y, agitando sus pañuelos de encaje, gritaban: «¡Bravo toro! ¡Bravo toro!», con igual sensatez que la que suelen mostrar las personas mayores. Por fin, después de prolongada lidia, durante la cual algunos de los caballos de palo fueron despanzurrados y derribados sus jinetes, el joven conde de Tierra Nueva hizo caer el toro a sus pies, y, habiendo obtenido permiso de la infanta para darle el coup de grace, hundió su espada de madera en el cuello del animal con tanta violencia, que le arrancó la cabeza y dejó al descubierto la cara sonriente del pequeño monsieur de Lorraina, hijo del embajador de Francia en Madrid.

     Se despejó entonces el redondel entre grandes aplausos, y dos pajes moriscos, de librea negra y amarilla, con gran solemnidad, se llevaron arrastrando los caballos muertos, y después de breve interludio, durante el cual un acróbata francés bailó en la cuerda tensa, se representó, con títeres italianos, la tragedia semiclásica deSofonisba, en el pequeño escenario construído al efecto. Trabajaban tan bien los títeres, y sus movimientos eran tan naturales, que al final del drama los ojos de la infanta estaban turbios de lágrimas. En realidad, algunos niños llegaron a llorar, y hubo que consolarlos con dulces, y el gran inquisidor se afectó tanto, que no pudo menos que decir a don Pedro que le parecía intolerable que munecos hechos de madera y de cera coloreada y movidos mecánicamente por alambres, fueran tan desgraciados y sufrieran tan terribles infortunios.

     Apareció después un prestidigitador africano, que trajo un gran cesto cubierto con un paño rojo y, colocándolo en el centro del redondel, sacó de su turbante una curiosa flauta de caña y sopló en ella. A poco el paño rojo comenzó a moverse y a medida que la flauta fue emitiendo sonidos más y más agudos, dos serpientes, verdes y doradas, fueron sacando sus cabezas de forma extraña y se irguieron poco a poco, balanceándose a un lado y a otro con la música, como se balancea una planta en las aguas. Los niños, sin embargo, se asustaron al ver las manchadas capuchas y las lenguas como flechas y les agradó mucho más ver que el prestidigitador hacía nacer de la arena un diminuto naranjo, que producía preciosos azahares blancos y racimos de verdaderos frutos, y cuando tomó en sus manos el abanico de la hija del marqués de las Torres y lo convirtió en un pájaro azul, que voló alrededor del pabellón y cantó, su deleite no tuvo límites.

     El solemne minué, danzado por los niños bailarines de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, fue encantador. La infanta nunca habla visto esta ceremonia, que se verifica anualmente durante el mes de mayo, ante el altar mayor de la Virgen y en honor suyo, y en realidad ningún miembro de la real familia de España había entrado a la catedral de Zaragoza desde que un cura loco, que muchos suponían pagado por Isabel de Inglaterra, había tratado de hacer tragar una hostia envenenada al príncipe de Asturias. Así, la infanta sólo de oídas conocía la Danza de Nuestra Señora, según se le llamaba, y era ciertamente digna de verse. Los niños llevaban trajes de corte arcaicos; sus sombreros de tres picos estaban ribeteados de plata y coronados por enormes penachos de plumas de avestruz, y la deslumbrante blancura de sus trajes, al moverse en el sol, se acentuaba por el contraste con sus caras morenas y sus largos cabellos negros. Todo el mundo quedó fascinado por la grave dignidad con que se movían en las intrincadas figuras de la danza y por la gracia estudiada de sus lentos ademanes y de sus majestuosos saludos, y cuando terminaron e hicieron reverencia con sus grandes sombreros a la infanta, ella respondió al homenaje con gran cortesía e hizo voto de enviar una gran vela de cera al santuario de la Virgen del Pilar, en pago del placer que le habían producido.

     Una compañía de hermosos egipcios -como se llamaba entonces a los gitanos- avanzó al redondel, y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas, en círculo, comenzaron a tocar suavemente sus cítaras, moviendo el cuerpo al son de la música y tarareando en leve murmullo un aire de ensueño, todo en notas graves. Cuando vieron a don Pedro le gruñeron y algunos se mostraron aterrorizados, porque apenas hacía dos semanas que había hecho ahorcar por brujos a dos de la tribu en la plaza del mercado de Sevilla; pero la linda infanta los encantó, viéndola echarse hacia atrás y mirar con sus grandes ojos azules por encima del abanico, y se sentían seguros de que personilla tan encantadora no podía ser cruel para nadie. Tocaron, pues, muy dulcemente, hiriendo apenas las cuerdas de las cítaras con sus largas uñas puntiagudas e inclinando las cabezas como si tuvieran sueño. De pronto, con un grito tan agudo que todos los niños se asustaron y don Pedro se llevó la mano al pomo de su daga, se pusieron en pie y giraron locamente por el redondel, tocando sus tamboriles y cantando una delirante canción de amor en su extraño lenguaje gutural. Luego, a una nueva señal, se echaron todos al suelo y se quedaron allí tranquilos: el opaco rasgueo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio. Después de repetir el acto varias veces, desaparecieron por un momento, y volvieron, trayendo un oso pardo y peludo atado con cadena y cargando sobre las espaldas unos pequeños monos de Berbería. El oso se ponía de cabeza con la mayor gravedad; y los monos, amaestrados, hicieron toda clase de juegos divertidos con dos niños gitanos que parecían ser sus maestros, y luchaban con espadas diminutas y disparaban fusiles y ejecutaban ejercicios militares como si fueran soldados de la guardia del rey. Los gitanos alcanzaron gran éxito.

     Pero la parte más divertida de toda la fiesta matinal fue, indudablemente, el baile del enanito. Cuando entró al redondel, tropezando, tambaleándose sobre sus piernas torcidas y sacudiendo la enorme y deforme cabeza a uno y otro lado, los niños lanzaron gritos de placer, y la infanta rió de tal modo, que la camarera mayor hubo de recordarle que, aunque había precedentes en España de que una hija de reyes hubiera llorado delante de sus iguales, no los había de que una princesa de sangre real se divirtiera tanto delante de personas de nacimiento inferior al suyo. El enano, sin embargo, era irresistible, y aun en la corte de España, famosa siempre por su culta afición a lo horrible, nunca se había visto monstruecillo tan fantástico. Y era la primera aparición que hacía. Le habían descubierto apenas el día anterior, corriendo en salvaje libertad, dos nobles que estaban cazando en un lugar remoto del gran bosque de alcornoques que rodeaba la ciudad, y lo habían llevado al palacio como sorpresa para la infanta: su padre, campesino pobre, que vivía de hacer carbón vegetal, se había alegrado de verse libre de hijo tan feo y tan inútil.

     Quizá lo más divertido en él era su incompleta inconsciencia: no se daba cuenta de su aire grotesco. En realidad, parecía feliz y estaba lleno de vivacidad. Cuando los niños se reían, él se reía tan alegre y tan libremente como cualquiera de ellos, y al acabar cada baile les hacía la más ridícula de las reverencias, sonriéndoles y saludándolos como si fuera uno de ellos, en vez de ser una cosa deforme que la naturaleza en momento de humorismo había modelado para diversión de los demás.

     La infanta lo fascinó. No podía quitarle los ojos de encima, y parecía bailar para ella sola. Cuando, al terminar la fiesta, recordando ella haber visto que las grandes damas de la corte arrojaban ramilletes a Caffarelli, el famoso sopranista italiano de la Capilla Sixtina, a quien el Papa había enviado a Madrid para ver si lograba curar con la dulzura de su voz la melancolía del rey, se quitó del cabello la linda rosa blanca, y, en parte por burla y en parte por mortificar a la camarera, se la arrojó a través del redondel con la más dulce de las sonrisas; el Enano tomó en serio la cosa, y apretando la flor contra sus toscos labios, se puso la mano en el corazón y se arrodilló ante la infanta, enseñando los dientes de oreja a oreja y brillantes de placer los ojos.

     La infanta se vió atacada por tal hilaridad que siguió riéndose hasta después que el Enanito había salido del redondel, y expresó a su tío el deseo de que se repitiera inmediatamente aquel baile. Pero la camarera, so pretexto de que el sol daba demasiado calor, decidió que sería lo mejor para su alteza volver sin tardanza al palacio, donde se le había preparado un magnífico festín, que incluía un gran pastel de cumpleaños con sus iniciales labradas en azúcar pintado y una preciosa bandera de plata flotando en lo más alto. La infanta, pues, se levantó con gran dignidad, y habiendo dado la orden de que el Enanito bailara ante ella otra vez después de la siesta, y las gracias al adolescente conde de Tierra Nueva por su cortesía, se dirigió a sus habitaciones, siguiéndola los niños en el mismo orden en que habían venido.

     Cuando el Enanito oyó decir que tendría que bailar de nuevo ante la infanta, y por mandato expreso suyo, se puso tan orgulloso que corrió al jardín besando la rosa blanca en grotesco éxtasis de placer y haciendo los más torpes y absurdos gestos de satisfacción.

     Las flores se indignaron al verlo invadir su bella morada, y cuando lo vieron hacer cabriolas por las avenidas del jardín, levantando los brazos sobre la cabeza de una manera ridícula, no pudieron contenerse.

     -Es demasiado feo para que se te permita jugar donde estamos nosotros -gritaron los tulipanes.

     -Debería beber jugo de adormideras, y dormirse durante mil años -dijeron los grandes lirios escarlatas, y se encendieron de ira.

     -¡Es un verdadero horror! -chilló el cacto-. Es torcido y rechoncho, y su cabeza no guarda proporción con sus piernas. Me crispo todo al verlo; si se atreve a pasar junto a mí, lo pincho con mis espinas.

     -¡Y tiene en las manos uno de mis mejores botones! -exclamó el rosal de rosas blancas-. Yo mismo se lo di a la infanta esta mañana, como regalo de natales y él se lo ha robado -y le gritó a voz en cuello-: ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!

     Hasta los geranios rojos, que generalmente no se daban aire de importancia y de quienes era sabido que tenían muchos parientes pobres, se retorcieron de disgusto al verlo; y cuando las violetas suavemente declararon que, aunque era extremadamente feo, no era culpa suya, se les respondió con no poca justicia que ése era su principal defecto y que no era razón para admirar a nadie el ser incurable; en verdad hubo violetas a quienes la fealdad del Enano pareció casi ostentosa y pensaron que habría procedido mejor mostrándose triste, o siquiera pensativo, en vez de saltar alegremente y ponerse en actitudes grotescas y ridículas.

     El viejo reloj de sol, que era un personaje muy notable y había indicado las horas del día a no menor persona que el emperador Carlos V, se quedó tan azorado ante el aspecto del Enanito que casi se olvidó de mover su largo dedo de sombra durante dos minutos y no pudo menos de decirle al pavo real blanco, color de leche, el cual tomaba el sol en la balaustrada, que todo el mundo sabía que los hijos de reyes eran reyes y que los hijos de carboneros eran carboneros, y que era cosa absurda pretender lo contrario; afirmación a la cual asintió de buen grado el pavo real y hasta gritó: «Ciertamente, ciertamente», con voz tan aguda y desagradable, que los peces dorados que vivían en el tazón de la fresca fuente borbotante, sacaron las cabezas del agua y preguntaron a los enormes tritones de piedra qué diablos pasaba en tierra.

     Pero como quiera que fuese, a los pájaros les gustaba el Enanito. Lo habían visto con frecuencia en el bosque, bailando como silfo con el remolino de hojas secas, o agachado en el hueco de algún viejo roble, compartiendo sus nueces con las ardillas. No les importaba nada que fuera feo. A la verdad, ni aun el ruiseñor, cuyo canto era tan dulce por las noches entre las arboledas de naranjos, que la luna se inclinaba para escucharle, se distinguía por su belleza; y, además, el Enano había sido amable con ellos, y durante aquel invierno, terriblemente frío, en que no había frutos en los árboles y el suelo estaba duro como el hierro y los lobos habían llegado hasta las puertas de la ciudad en busca de alimento, nunca se había olvidado de ellos, sino que les había dado migajas de su libreta de pan negro y dividía con ellos su pobre desayuno.

     Así, los pájaros volaban en torno suyo, tocándole las mejillas con sus alas al pasar, y charlaban entre sí, y el Enanito estaba tan contento que no podía menos de enseñarles la linda rosa blanca y decirles que la infanta se la había dado porque lo amaba.

     Ellos no entendían una palabra de lo que él les decía; pero eso no importaba, porque ladeaban la cabeza y tomaban aire serio, lo cual vale tanto como entender y es mucho más fácil.

     Los lagartos también se encantaron con el Enanito, y cuando se cansó de correr y se echó a descansar sobre la hierba, jugaban y corrían sobre él y trataban de divertirlo lo mejor que podían. «No todo el mundo puede tener la belleza de los lagartos -decían-; eso sería pedir demasiado. Y, después de todo, no es tan feo el muchacho, sobre todo si uno cierra los ojos y no lo mira.» Los lagartos tenían naturaleza de filósofos, y durante horas enteras se quedaban tranquilos pensando cuando no había otra cosa que hacer o cuando el tiempo estaba demasiado lluvioso para salir a paseo.

     Las flores estaban excesivamente disgustadas con la conducta de los lagartos y de los pájaros.

     -Ya se ve -decían- que tanto correr y volar no puede menos que hacer vulgares a las gentes. Las gentes bien educadas se quedan siempre en un mismo lugar, como nosotras. Nadie nos ha visto salir por los paseos, ni galopar locamente a través de la hierba a caza de libélulas. Cuando queremos cambiar de aires, hacemos llamar al jardinero y él nos lleva a otro arriate. Eso es digno, y es como deben ser las cosas. Pero los pájaros y los lagartos no tienen idea del reposo, y los pájaros ni siquiera tienen residencia conocida. Son meros vagos como los gitanos y debe tratárseles exactamente del modo que a ellos.

     Hicieron, pues, gestos de desdén, tomaron actitud altiva, y se pusieron contentas cuando poco rato después vieron al Enanito levantarse de entre la hierba y dirigirse al palacio a través de la terraza.

     -Debería mantenérsele encerrado durante el resto de su vida -dijeron-. Mirad su joroba y sus piernas torcidas -y comenzaron a reírse.

     Pero el Enanito nada sabía de esto. Le gustaban mucho los pájaros y los lagartos, y creía que las flores eran las cosas más maravillosas del mundo entero, excepto la infanta, porque ella le había dado la linda rosa blanca, y lo amaba, así es que resultaba cosa aparte. ¡Cómo le habría gustado volver a su bosque con ella! Ella lo pondría a su derecha, y le sonreiría, y él nunca la abandonaría, sino que la haría su compañera de juegos y le enseñaría toda clase de habilidades divertidas. Porque, si bien él nunca había entrado a un palacio antes de ahora, sabía muchas cosas maravillosas. Sabía hacer jaulas de junco para que los saltamontes cantaran en ellas, y convertir las largas cañas de bambú en flautas que Pan gusta de escuchar. Conocía el grito de cada pájaro, y sabía llamar a los estorninos de la copa de los árboles y a las garzas de la laguna. Conocía el rastro de cada animal, y sabía rastrear a las liebres por la leve huella de sus pies, y al oso por las hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas del viento, la danza loca en traje rojo para el otoño, la danza ligera con sandalias azules sobre el trigo, la danza con coronas de nieve en invierno y la danza de las flores a través de los huertos en primavera. Sabía dónde construyen su nido las palomas torcaces, y una vez, cuando un cazador atrapó a una pareja que anidaba, crió a los pichones él mismo y les fabricó un palomar en un olmo desmochado. Eran muy mansos estos pichones, y comían en sus manos por la mañana. A ella le agradarían, y le agradarían los conejos que se deslizaban por entre los largos helechos, y los grajos con sus plumas aceradas y negros picos, y los puercoespines que sabían convertirse en bolas de púas, y las grandes tortugas prudentes que andaban despacio, moviendo la cabeza y mordiendo las hojas nuevas.

     Sí; la infanta debería venirse al bosque y jugar con él. Él le daría su propio lecho, y velaría afuera, junto a la ventana, hasta la aurora, para que los ganados salvajes no le hicieran daño ni los flacos lobos se acercaran demasiado a la cabaña. Y a la aurora tocaría en el postigo y la despertaría, y saldrían juntos y bailarían todo el día. No se echaba de menos a nadie en el bosque. A veces pasaba un obispo sobre su mula blanca, leyendo en un libro con imágenes. A veces, con sus gorros de terciopelo verde y sus justillos de piel de ciervo, pasaban los halconeros, con halcones encapuchados en la mano. En tiempos de vendimia venían los lagareros con manos y pies de púrpura, coronados de lustrosa yedra y cargando chorreantes cueros de vino; y los carboneros se sentaban durante la noche en torno a sus hornos, mirando los leños secos que se carbonizaban lentamente y asando castañas en las cenizas, y los bandidos salían de sus cuevas y se solazaban con ellos. Una vez, además, había visto una admirable procesión que hormigueaba en la larga y polvorienta ruta de Toledo. Los monjes iban delante cantando suavemente y llevando estandartes de colores y cruces de oro, y luego con armaduras de plata, con arcabuces y picas, iban los soldados y, en medio de ellos, tres hombres descalzos, con extrañas vestiduras amarillas llenas de maravillosas figuras pintadas y con velas encendidas en las manos.

     Ciertamente había mucho que ver en el bosque, y cuando la infanta se fatigara encontraría mullidos lechos en el musgo, o él la llevaría en brazos, porque era muy vigoroso, aunque sabía que no era alto. Le haría un collar de rojos frutos de brionia, que serían tan hermosos como los frutos blancos que llevaba en su traje, y cuando se cansara de ellos, él le buscaría otros. Le traería bellotas y anémonas mojadas de rocío, y diminutos gusanos de luz para que fueran como estrellas en el oro pálido de sus cabellos.

     -Pero ¿dónde estaba la infanta? -le preguntó a la rosa blanca, que no le respondió.

     Todo el palacio parecía dormido y hasta donde las maderas de puertas y ventanas no se habían cerrado, se habían bajado grandes cortinas para evitar el reflejo del sol, Vagó por todos lados buscando entrada y al fin encontró una puertecita abierta. Se escurrió por ella y se encontró en una espléndida sala, mucho más espléndida, pensó con temor, que el bosque; todo estaba mucho más dorado y hasta el piso estaba hecho de grandes piedras de colores que formaban una especie de dibujo geométrico. Pero la infantita no estaba allí; sólo vio unas prodigiosas estatuas blancas que lo miraban desde sus pedestales de jaspe con ojos ciegos y labios que sonreían extrañamente.

     En el extremo del salón había una cortina de terciopelo negro, ricamente bordada, con soles y estrellas, divisas favoritas del rey, en los colores que él prefería. ¿Tal vez ella se escondía allí? La buscaría, al menos.

     Se acercó suavemente y entreabrió la cortina. No; lo que había detrás era sólo otra sala, pero le pareció más hermosa que la anterior. Colgaba de los muros tapicería verde de Arras, tejida con aguja, con muchas figuras, que representaba una cacería, obra de artistas flamencos que emplearon más de siete años en ella. Había sido en otro tiempo la cámara de Jean le Fou, aquel rey loco tan enamorado de la caza, que a menudo en su delirio trataba de montar sobre los enormes caballos encabritados y arrancar de la pintura al ciervo, sobre el cual saltaban los grandes perros, tocando el cuerno y apuñaleando con su daga el pálido animal fugitivo. La habitación se usaba ahora como sala de Consejo, y en la mesa del centro estaban las rojas carteras de los ministros, donde se veían estampados los tulipanes áureos de España y las armas y emblemas de la casa de Habsburgo.

     El Enanito miró en derredor con asombro y no sin temor. Los extraños jinetes silenciosos que galopaban con velocidad a través de los claros del bosque sin hacer ruido, parecíanle los terribles fantasmas de que habla oído hablar a los carboneros: los Comprachos, que sólo cazan de noche, y que, si encuentran a un hombre, lo convierten en cierva y lo persiguen. Pero pensó en la infantita y recobró el valor. Quería encontrarla sola y decirle que él también la amaba. Tal vez estaría en la sala contigua.

     Corrió sobre las mullidas alfombras moriscas y abrió la puerta. ¡No! Tampoco estaba allí. El salón estaba vacío.

     Era el salón del Trono donde se recibía a los embajadores extranjeros, cuando el rey -cosa poco frecuente entonces- consentía en darles audiencia personal; el salón en donde tiempos atrás se habla recibido a los enviados de Inglaterra para concertar el matrimonio de la reina inglesa -uno de los soberanos católicos de la Europa de aquellos días- con el hijo mayor del emperador. Las colgaduras eran de cuero de Córdoba, dorado, y del techo blanco y negro pendía un pesado candelabro áureo con brazos para 300 bujías. Bajo un gran dosel de paño tejido con oro, donde estaban bordados en aljófar los leones y las torres de Castilla, se hallaba el Trono, cubierto con rico palio de terciopelo negro tachonado de tulipanes de plata y primorosamente ribeteado de plata y perlas. En el segundo escalón del Trono se hallaba el reclinatorio de la infanta, con su cojín de tela tejida de plata, y debajo, fuera ya del lugar que cubría el dosel, la silla del nuncio papal, único que tenía el derecho de sentarse en presencia del rey en las ceremonias públicas: su capelo cardenalicio, con sus entretejidas borlas de escarlata, descansaba sobre un taburete purpúreo, enfrente. En el muro, frente al Trono, se veía el retrato de Carlos V, de tamaño natural, en traje de caza, con un gran mastín al lado; el retrato de Felipe II, recibiendo el homenaje de los Países Bajos, ocupaba el centro de otro muro. Entre las ventanas estaba colocado un bargueño negro de ébano, con incrustaciones de marfil, en las que se veían grabadas las figuras de la Danza de la Muerte, de Holbein, obra, se decía, de la mano del famoso maestro.

     Pero al Enanito nada le importaba tanta magnificencia. No hubiera dado su rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo de la rosa por el Trono. Lo que quería era ver a la infanta antes de que volviera a bajar al pabellón, y pedirle que se fuera con él al bosque cuando terminara el baile. Aquí, en el palacio, el aire era pesado, pero en el bosque corría con libertad el viento, y la luz del sol, con vagabunda mano de oro, apartaba las hojas trémulas. Había flores también en el bosque, no tan espléndidas quizá como las flores del jardín, pero más perfumadas; los jacintos, al comenzar la primavera, inundaban de púrpura ondulante las frescas cañadas y los herbosos altozanos; las prímulas amarillas anidaban en pelotones alrededor de las retorcidas raíces de los robles; y crecían celidonias de color vivo y verónicas azules y lirios de oro y lila. Había amentos grises sobre los avellanos, y digitales que desmayaban al peso de sus abigarradas corolas, frecuentadas por las abejas. El castaño lucía sus espiras de estrellas blancas, y el oxiacanto sus hermosas lunas blancas. Sí; la infanta vendría si él lograba encontrarla. Vendría con él al hermoso bosque, y todo el día bailaría él para ella, de puro deleite. Una sonrisa iluminó sus ojos al pensarlo, y pasó a la habitación siguiente.

     De todas las salas era ésta la más luminosa y la más bella. Los muros estaban cubiertos de damasco de Lucca con flores rosadas, salpicado de pájaros y moteado de florecillas de plata; los muebles eran de plata maciza, festoneada con guirnaldas floridas y Cupidos colgantes; enfrente de las dos amplias chimeneas había grandes biombos en que aparecían bordados loros y pavos reales; y el piso, que era de ónix verdemar, parecía extenderse indefinidamente y perderse en la distancia. No estaba solo ahora. En pie, bajo la sombra de la puerta, al extremo opuesto del salón, vio una figurilla que lo miraba. Le tembló el corazón, salió de sus labios un grito de alegría y se acercó al centro de la sala, iluminado por el sol. Al hacerlo, la figurilla se movió también, y pudo verla claramente.

     ¿La infanta?… Era un monstruo, el monstruo más grotesco que había visto nunca. No tenía formas normales, las de todo el mundo, sino que tenía joroba, y era torcido de miembros, y la cabeza era enorme, oscilante, con crin negra. El Enanito frunció el ceño, y el monstruo lo frunció también. Se rió, y la figurita se rió con él, y se llevó las manos al costado como él. Le hizo un saludo burlesco, y respondió con igual cortesía. Se dirigió hacia ella, y ella vino a su encuentro, copiando cada uno de sus pasos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó, lleno de risa, y corrió hacia adelante, y extendió la mano, y el monstruo lo hizo también con igual prisa. Trató de seguir adelante, pero una superficie lisa y dura lo detuvo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, y parecía llena de terror. Apartó el cabello que le caía sobre los ojos. La figurilla lo imitó. La atacó, y ella le devolvió golpe por golpe. Le tuvo odio y le hizo gestos de horror. Se echó hacia atrás, y el monstruo se retiró a su vez.

     ¿Qué era aquello? Se quedó pensando breve rato, y miró alrededor de la sala. Era cosa extraña: todo parecía duplicarse en aquel muro invisible de agua clara. Sí; cada uno de los cuadros se repetía en la otra sala impenetrable, y cada uno de los asientos. El Fauno dormido que yacía en la alcoba junto a la puerta, tenía un hermano gemelo que dormitaba, y la Venus de plata que relucía a la luz del sol extendía sus brazos a otra Venus no menos hermosa.

     ¿Sería Eco? Había llamado una vez a la ninfa en el valle, y le respondió palabra por palabra. ¿Sabía Eco engañar los ojos, como engañaba los oídos? ¿Sabía crear un mundo ficticio semejante al mundo real? Las sombras de las cosas ¿podían tener color y vida y movimiento? ¿Podía ser que?…

     Sobresaltado se quitó del pecho la linda rosa blanca, miró de frente al espejó y la besó. ¡El monstruo tenía otra rosa igual a la suya, pétalo por pétalo! La besaba con iguales besos y la apretaba contra su corazón con gestos horribles.

     Cuando la verdad surgió en su cabeza, dio un grito loco de desesperación y cayó sollozante al suelo. Era él, pues, el deforme jorobado, horrible y grotesco. Él era el monstruo y de él se reían todos los niños, y la princesita que él creía que lo amaba…. no había hecho sino reírse de su fealdad y burlarse de sus miembros torcidos. ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo para decirle cuán feo era? ¿Por qué no lo había matado su padre antes que venderlo para su vergüenza? Cálidas lágrimas rodaban a borbotones por sus mejillas. Hizo pedazos la rosa blanca y el monstruo hizo igual cosa y esparció los pétalos por el aire. Se revolcó por el suelo y cuando el Enanito lo miraba, correspondía a su mirada con cara de dolor. Se alejó del espejo para no verlo y se cubrió los ojos con la mano. Se arrastró, como animal herido, hacia la sombra y allí se quedó gimiendo.

     En aquel momento la infanta entró con sus compañeras por la puerta abierta y cuando vieron al feo Enanito yacer en el suelo y golpear el piso con el puño cerrado, de manera extravagante y fantástica, estallaron en carcajadas alegres y se pusieron a observarlo.

     -Su baile era divertido -dijo la infanta-; pero sus acciones son más divertidas todavía. En verdad, es casi tan bueno como los títeres; pero claro está, sus gestos no son tan naturales.

     Y agitó su gran abanico y aplaudió.

     Pero el Enanito no la miró y sus sollozos fueron cada vez más apagados; de pronto dio un suspiro extraño y se llevó la mano al costado. Luego se dejó caer y se quedó inmóvil.

     -Admirable -dijo la infanta después de una pausa-; pero ahora quiero que bailes para mí.

     -Sí -exclamaron todos los niños-, levántate y baila, porque eres tan inteligente como los monos de Berbería y haces reír mucho más.

     Pero el Enanito no respondió.

     Y la infanta golpeó el suelo con el pie y llamó a su tío, que paseaba por la terraza con el chambelán, leyendo despachos recién llegados de Méjico, donde acababa de establecerse el Santo Oficio.

     -Mi Enanito tiene murria -le dijo-, reanímalo y dile que baile para mí.

     Se sonrieron y entraron los tres al salón, y don Pedro se inclinó y tocó al Enanito en la mejilla con su guante bordado.

     -Tienes que bailar -le dijo-, petit monstre. Tienes que bailar. La infanta de España y de las Indias quiere divertirse.

     Pero el Enanito no se movió.

     -Hay que llamar a un azotador -dijo don Pedro con fastidio, y se volvió a la terraza.

     Pero el chambelán tomó aspecto grave y se arrodilló junto al Enanito y le tocó el corazón. Después de breves momentos se encogió de hombros, se levantó, y, haciendo reverencia a la infanta, le dijo:

     -Mi bella princesa,vuestro divertido Enanito no volverá a bailar más. Es una lástima, porque es tan feo, que pudo haber hecho sonreír al rey.

     -Pero ¿por qué no ha de bailar más? -preguntó la infanta riendo.

     -Porque se le ha roto el corazón -respondió el chambelán.

     Y la infanta frunció el ceño, y sus finos labios de rosa se plegaron con desdén.

     -En adelante, procura que los que vengan a jugar conmigo, no tengan corazón -exclamó.

     Y salió corriendo hacia el jardín.

FIN