Una de las ilustraciones de Aubrey Beardsley para la primera edición inglesa de la obra Salomé (1894).
La actriz española Margarita Xirgu interpretando la obra en 1910Para otros usos de este término, véase Salomé.
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Salomé es el título de una tragedia de Oscar Wilde de 1891 que muestra, en un solo acto, una versión muy personal de la historia bíblica de Salomé. Hijastra del gobernante Herodes Antipas, pidió a su padrastro la cabeza de Jokanaan (Juan el Bautista) en una bandeja de plata, como recompensa por haber bailado ante él.
Argumento
Oscar Wilde añade al personaje de Salomé todo un argumento que trastoca la historia evangélica de Jokanaan. En la Biblia, Salomé pedía la muerte de Juan por instigación de su madre Herodías, a la que Jokanaan reprochaba convivir con Herodes a pesar de estar casada con Filipo, hermano de Herodes. En la obra de Wilde, en cambio, Salomé está enamorada (obsesivamente incluso) de Jokanaan (Juan), quien rechaza su amor. La petición de que sea decapitado se produce, pues, por despecho. Tras la muerte, en una combinación de eros y thanatos muy propia de la época (en la misma obra un soldado sirio, enamorado de Salomé, comete suicidio), Salomé besa los labios de la cabeza cortada de Jokanaan. Herodes, enamorado a su vez de Salomé, ordena matarla.
Otros datos
La obra se publicó originalmente en francés en 1891, y solo tres años después apareció la traducción inglesa. Su estreno teatral fue accidentado; Wilde no obtuvo licencia para presentarla en Londres supuestamente porque la normativa de la época prohibía representar temas bíblicos. La razón real del veto sería el argumento, demasiado escabroso. Finalmente, Wilde estrenó la obra en París, con un programa diseñado por Toulouse-Lautrec. El argumento original fue retocado en las partes más atrevidas; así, Wilde encubrió un amor homosexual entre dos hombres, sustituyendo a uno por un personaje femenino. Las críticas fueron más bien tibias, y se cree que en parte fueron más a favor de Wilde que por el interés de la obra en sí. Salomé fue mostrada en otros países en pases privados, ya que era problemática para salas comerciales. En Londres no se estrenó públicamente hasta el 5 de octubre de 1931, en el Savoy Theatre.
En Paris la Société des amis du livre moderne publicó 1930 la obra con illustraciones de Manuel Orazi.
La obra está llena de un simbolismo (obsérvese por ejemplo la relevancia de la luna) y una tensión dramática. Sirvió de punto de partida para la ópera homónima del compositor alemán Richard Strauss.
Salomé en España
La obra fue traducida al español en 1902 por J. Pérez Jorba y P. Rodríguez. Se representó por primera vez en España en lengua catalana y con interpretación de Margarita Xirgu en el 5 de febrero de 1910 en el Teatro Principal de Barcelona.
Versiones posteriores son las de Lindsay Kemp, con Mayrata O’Wisiedo en 1978 en el Teatro de la Comedia de Madrid; de Terenci Moix, dirigida por Mario Gas, con Nuria Espert y Luis Merlo en 1985; la de Mauro Armiño, dirigida por Miguel Narros, con María Adánez, Elisa Matilla, Millán Salcedo y Chema León en el Teatro Lope de Vega de Madrid en 2005; y finalmente el montaje dirigido por Jaime Chávarri en 2016, con Victoria Vera, Manuel de Blas y Maite Brik.
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Salomé
Oscar Wilde
Estudio preliminar
La importancia de llamarse Ernesto y Salomé muestran cabalmente la ductilidad, el
encanto y la agudeza del teatro de Oscar Wlide (1854–1900), así como de su entera
producción literaria. Wilde nació en Dublin en el seno de una familia de la burquesía
encumbrada, y murió en París luego qué el escarnio, la reprobación de los
«respetables censores», el escándalo público y la cárcel trocaran el pedestal de su
gloria mundana y un tanto excéntrica por otro rnás sólido y duradero, basado en las
calidades intrínsecas de una obra que supo extremar las virtudes de! esteticismo
pero a la vez hincó el diente crítico en la mojigatería y el moralismo de una sociedad
victoriana que entonces convirtió al gran escritor en chivo expiatorio.
La obra de Wilde abarca un amplio espectro, que incluye los cuentos de hadas (El
príncipe feliz), la novela (El retrato de Dorian Gray), e! ensayo (Intenciones), el
testimonio desgarrado (De profundis), junto con notables poesías, relatos y piezas
teatrales (de las cuales se destacan las dos mencionadas y cuyos avatares
puntualiza Jaime Rest en el «Estudio preliminar»).
Fue el mismo Oscar Wilde quien más contribuyó a que resultara imposible
discriminar entre el hombre del clavel verde que frecuentaba los círculos artísticos
londinenses y el autor que escribió algunos de los poemas, relatos y ensayos más
significativos del esteticismo finisecular; por añadidura, consiguió que efectivamente
se prestara más atención a su existencia personal que a su labor poética, de
conformidad con la observación casi aforística que ha llegado a suplir todo otro
conocimiento del escritor y de su obra: “puse sólo el talento en mi producción y el
Comentario [LT1]:
Salomé Oscar Wilde
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genio exclusivamente en mi vida». En tuna época en que todavía no se había,
desarrollado el extravagante culto de la figura siempre iluminada por las candillejas,
que los medios de comumcacIon de masas han promovido en nuestro siglo, el
creador de composiciones tales como El retrato de Dorian Gray y La importancia de
llamarse Ernesto logró que su trayectoria íntegra fuese motivo de comentario público
o de comidilla privada, desde aquellos comienzos que Gilbert y Sullivan ridiculizaron
en el personaje de Bunthorne, en la opereta Patience de 1881, hasta esa suerte de
apoteosis al revés de publicidad que fue la estrepitosa caída y la condena a prisión.
Es como si Wilde no hubiese dejado jamás de ser el actor que se interpretaba a sí
mismo en el escenario de la Inglaterra de los rebeldes noventa, ese período de
rebeldía en traje de noche que agitó las postrimerías de la era victoriana y que causó
escalofríos de ingenuo placer y de tímido atrevimiento cuando en los tablados
comenzaba a dialogarse sobre mujeres «con pasado» y sobre hombres que recibían
a encantadoras y casi candorosas demimondaines en sus aposentos del tradicional
Albany o de alguna otra residencia urbana elegante; inclusive después de la
catástrofe en que lo precipitaron sus gestos espectaculares destinados a suscitar la
atención de los especta ores, Wilde todavía en sus últimos y trágicos cinco años de
vida hizo un par de ademanes finales para atraer la mirada de los contemporáneos,
con una balada plena de indignación y con una epístola cargada de angustia y de
piedad.
Hoy Wilde ha llegado a ocupar justicieramente y en forma definitiva una posición
relevante en la literatura de su tiempo como crítico, narrador, poeta y dramaturgo del
ciclo decadentista. Pero, en apariencia, para la gente de su tiempo que estaba
enterada de esas cosas fue menos un escritor que un individuo algo amanerado, de
vestuario prolijo y hasta un tanto exagerado, de conducta un poco excéntrica y de
conversación deslumbradora. Sus contemporáneos no se dieron cuenta de que era
un artista inteligente, como sin duda lo fue, sino que advirtieron cierto deseo de
figuración y de nombradía y un ingenioso don para la plática que supo trasladar
impoluto al diálogo de sus comedias. E. F. Benson, un testigo confiable del período,
refiere en su autobiografía que hasta 1895, año del desastre, Wilde «había difundido
pocas cosas que despertaran seria consideración» en la época: «sus poemas
disfrutaron de gran éxito al publicarse por primera vez, pero hacía mucho que habían
sido olvidados»; y en cuanto a la restante producción, sólo El retrato de Dorian Gray
y las piezas reunidas en El príncipe feliz se contaban entre los libros suyos que
alcanzaron una segunda edición. «En Inglaterra –agrega el mismo comentarista–
había una pequeña pero entusiasta pandilla de artistas y de allegados a la literatura
que lo juzgaba el genio más notable de la coyuntura, pero fuera del país su obra
tanto en verso cuanto en prosa era absolutamente desconocida, e inclusive la critica
inglesa solía tratar sus publicaciones con bastante menosprecio.» Salvo El retrato de
Dorian Gray, que engendró feroces denuncias, el resto de la obra no tuvo mayor
interés para el público, que permaneció indiferente hasta que el escándalo, como
suele ocurrir, precipitó la irónica consecuencia de otorgarle en la Europa continental
una espuria notoriedad que, sin embargo, pudo facilitar a corto plazo el
reconocimiento absolutamente legítimo de sus indiscutibles valores como sagaz y
brillante ensayista, como notable cuentista y dramaturgo y, valga la paradoja, como
uno de los autores que en aquel período más se preocupó, a su modo, en elaborar
fábulas morales, pese a su taxativo precepto de que «no hay libros morales o
inmorales» sino únicamente «bien escritos o mal escritos».
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No obstante, hubo un aspecto en la producción literaria de Wilde que atrajo
considerablemente la atención pública entre febrero de 1892 y febrero del fatídico
1895, pese a que este interés de los espectadores no siempre fue respaldado por la
crítica; se trata del ciclo en que culminó su labor como dramaturgo y en el que se
sucedieron rápidamente cuatro comedias de significativo éxito y una pieza en un
acto escrita en francés para Sarah Bernhardt, actriz que comenzó a ensayarla su en
Londres en 1892, pero vio desbaratado su proyecto cuando la censura teatral
británica prohibió la representación porque la obra ponía en escena personajes
bíblicos, circunstancia considerada casi blasfema. Por cierto la actividad dramática
londinense durante el período victoriano temprano fue bastante opaca, pero desde
1880 comienza un renacimiento estimulado por una sociedad más mundana, bien
dispuesta a disfrutar de los espectáculos, y por la creciente gravitación de Ibsen, que
facilitó un acercamiento moderadamente realista a los problemas de la vida en la alta
clase media. El tratamiento de las anécdotas en los autores de moda –Arthur Wing
Pivero y Henry Arthur Jones– se hallaba muy lejos de internarse en audacias o de
ensayar posturas radicales, y la mayoría de las composiciones corrosivas que por
entonces estaba escribiendo Bernard Shaw debió aguardar hasta el filo de 1900
para su presentación sin restricciones. Sea como fuere, con extremo recato y mucha
cautela empezaron a insinuarse situaciones humanas y conflictos sociales que hasta
ese momento habían sido excluidos sistemáticamente de los tablados, como era el
caso de algunos enfoques sobre aspectos de la conducta o de la posición femeninas
que estaban anunciando criterios más flexibles y tolerantes en la evaluación de
problemas. Al respecto, cabe reconocer que los dramas de Wilde no excedían los
límites de la discreción y que su meta no era, como la de Shaw, escandalizar a sus
contemporáneos para transformar las estructuras sino, más bien, jugar con el
equívoco de una aparente rebeldía superficial que por instantes se vuelve peligrosa,
pero que no pretende alterar en modo alguno las condiciones imperantes. A pesar
de ello, tales piezas solían poseer notable causticidad, principalmente por lo que
respecta al estilo punzante de su diálogo, característica que los espectadores
advirtieron de inmediato como herencia de la soberbia prosa que la escena inglesa
había cultivado a fines del siglo XVII y principalmente durante el siglo XVIII en
autores como Wycherley, Congreve y Sheridan. En consecuencia, cabe decir que
como autor teatral Wilde no descendía de la comedia social y políticamente
comprometida que practicaron Aristófanes y Moliere sino de la comedia costumbrista
que se origina en Menandro y que ha tenido una fructífera perduración en Inglaterra
hasta Noel Coward.
Si bien Wilde había practicado el drama desde época comparativamente temprana
en su carrera –principalmente en Vera o Los nihilistas (1880) y en La duquesa de
Padua (1883)–, su triunfo sólo se logró con el estreno de El abanico de lady
Windermere (1892), una concepción escénica de auténtica eficacia y muy en el
espíritu de la época, a la que siguieron Una mujer sin importancia (1893), tal vez la
más débil de sus principales incursiones teatrales, y Un marido ideal (1895); estas
piezas suelen considerarse variaciones sobre el tema de los vínculos conyugales
que estaba de moda en los teatros londinenses y, en opinión de Richard Aldington,
«puede afirmarse que en conjunto las tres composiciones apuntan hacia la moraleja
común de que las mujeres ‘respetables’ valen menos que los dolores de cabeza que
habitualmente causan». Por último, se conoció La importancia de llamarse Ernesto
(1895), que no sólo constituye el ejercicio dramático más eficaz de este grupo sino
que por añadidura es el que obtuvo una recepción más calurosa del público; según
recuerda E. F. Benson, la obra «deslumbró con sus fuegos de artificio y con su
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ingenio farsesco, aparte de que se hallaba admirablemente realizada». Junto al
nombre de Wilde conviene evocar el de George Alexander, productor de estos
espectáculos que supo percibir y aprovechar la destreza verbal y el atractivo que
había conseguido desenvolver el dramaturgo.
En cuanto a Salomé, el texto en un acto destinado a Sarah Bernhardt, fue
compuesto entre 1891 y 1892 según modelos del decadentismo francés, el cual a
través de la novela Al revés, de J. K.–Huysmans, ya había influido en El retrato de
Darían Gray; entre los antecedentes se mencionan Herodías de Flaubert, varios
cuadros del pintor Gustave Moreau y Las siete princesas de Maeterlinck. La versión
original fue revisada por Stuart Merrill, Adolphe Retté y Pierre Louys, en tanto que la
adaptación inglesa, que se halla muy por debajo de la pieza traducida, pertenece al
nefasto lord Alfred Douglas, causante de la tragedia personal de Wilde. Es una
evocación literaria de la muerte de Juan el Bautista que revela una atmósfera de
lirismo mórbido indudablemente lograda; la composición contribuyó no poco a
rehabilitar a Oscar Wilde después de su muerte, cuando Richard Strauss en
colaboración con el libretista Hedwig Lachmann la convirtió en una ópera que,
prohibida en Viena, fue estrenada en Dresde en 1905 y ha sido considerada una de
las obras maestras de este género musical en la Alemania del período siguiente a la
producción wagneriana.
Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació el 16 de octubre de 1854 en el seno de
una distinguida familia protestante que vivía en Dublín, capital de Irlanda; su padre
era un famoso oftalmólogo y su madre alcanzó considerable prestigio como escritora
con el seudónimo de Speranza. La educación inicial, que tuvo lugar en la ciudad de
la que era oriundo, culminó en el Trinity College, tras .lo cual pasó en 1874 a
lnglaterra, donde se matriculó en la Universidad de Oxford. La formación de Wilde
fue excelente y sobresalió por un sólido conocimiento de lenguas clásicas. Una vez
graduado ingresó en el mundo literario londinense, en el que halló propicia recepción
en virtud de sus cualidades sociables, su encanto y el extraordinario brillo de su
conversación. Comenzó escribiendo poesía y ensayo y haciéndose ver en los
principales acontecimientos artísticos de la vida ciudadana, en cuyos círculos pronto
adquirió reputación de hombre refinado y de dandy. Por mucho tiempo inclusive
adquirió más renombre como obligada presencia en las noches de estreno y en las
su reuniones elegantes que como escritor, y con frecuencia sirvió de modelo para
personajes de ficción, desde Patience de Gilbert y Sullivan, que se conoció en abril
de 1881, hasta la final aparición en el relato satírico que Robert Hitchens publicó en
septiembre de 1894 acerca de las relaciones con Alfred Douglas, en el que se lo
identifica como «el hombre del clavel verde». Sus primeras poesías mostraban la
influencia de Dante Gabriel Rossetti y de Algernon Charles Swinburne, los
antecedentes más significativos del verso esteticista, así como Walter Pater –
profesor, amigo y consejero de Wilde en Oxford– lo era de la prosa enrolada en el
mismo movimiento; el éxito de estas composiciones fue rápido y decisivo, al punto
de que en poco tiempo se sucedieron cinco ediciones. A principios de 1882 viajó a
New York, en el comienzo de una excursión americana para dictar conferencias que
se prolongó por un año y que se inauguró en la aduana con uno de sus
inconfundibles aforismos: «Nada tengo para declarar salvo mi genialidad».
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De regreso en Europa, visitó París en 1883, donde conoció a las principales figuras
del mundo literario contemporáneo; ese mismo año se estrenó en New York su
drama Vera, motivo que lo indujo a cruzar nuevamente el Atlántico. En 1884 se casó
con Constance Lloyd, con la que tuvo dos hijos. En 1888 publicó los admirables
cuentos de hadas congregados en El príncipe feliz y en 1891 la aparición de su
única novela, El retrato de Dorian Gray, causó bastante malestar crítico a causa del
tono mórbido y la actitud disipada del protagonista de esta historia fantástica,
inspirada en el caballero des Esseintes que imaginó Huysmans en Al revés.
Ese mismo año fue presentada también en New York La duquesa de Padua, y a
partir de entonces Wilde ingresa en su período de mayor fecundidad, en el que
compone y estrena sus principales comedias y publica en el curso de un solo año
Intenciones, volumen de ensayos, y El crimen de lord Arthur Savile y La casa de las
granadas, sendos tomos de narrativa. El año 1891 incluyó, además, el primer
encuentro con lord Alfred Douglas, hijo del octavo Marqués de Queensberry. En
1894 la traducción inglesa de Salomé, que realizó lord Alfred, admirablemente
ilustrada por el joven dibujante Aubrey Beardsley, es difundida en Londres. La
culminación de la carrera ascendente se produce a comienzos de 1895, al
estrenarse La Importancia de llamarse Ernesto, «una comedia trivial para gente
seria». Al cabo de pocos meses se desencadena la tragedia: Wilde se enfrenta con
el Marqués de Queensberry y comete algunos errores de procedimiento al
sobrevalorar las consideraciones estéticas en un problema en el que exclusivamente
interesan los aspectos morales. El descrédito personal, la muerte social y la condena
a dos años de prisión interrumpen definitivamente el itinerario triunfal del escritor. En
la cárcel redacta una extensa y áspera epístola a lord Alfred que es considerada uno
de los testimonios artísticos y privados más significativos de Wilde y que fue
publicada con diversas omisiones a partir de 1905, con el titulo de De profundis, y
cuyo texto integral no se conoció hasta 1962. Al término de su condena se trasladó a
Francia e Italia y en 1898 dio a conocer su famosa Balada de la cárcel de Reading.
Murió en París el 30 de noviembre de 1900; no pudo reprimir empero un juego de
palabras final: «Me estoy muriendo por encima de mis recursos». Antes del fatal
desenlace fue admitido en el seno de la Iglesia Católica. Las circunstancias de su
caída –hoy día se piensa que sirvió de chivo emisario a la mojigatería victoriana–
determinó el absoluto ostracismo de su nombre en Inglaterra y La importancia de
llamarse Ernesto sólo pudo seguir en cartel como obra de autor anónimo. Sin
embargo, poco tiempo se requirió para que se restituyera el prestigio, esta vez en
forma definitiva: Max Reinhardt, el director teatral, produjo Salomé en Berlín durante
la temporada de 1903 y en breve plazo la obra de Wilde, así como su vida, multitud
de memorias y anécdotas, y un considerable caudal de documentos sobre su
persona empezaron a difundirse con creciente entusiasmo.
Esta última circunstancia ha creado en torno de Wilde una verdadera leyenda que
hace muy poco confiables las biografías y aun los estudios que se han escrito acerca
de él. Al castellano fue traducida la Vida y confesiones de Oscar Wilde, de Frank
Harris, que incluye además un epílogo de Bernard Shaw (Buenos Aires, Emecé,
1944; 2 volúmenes), así como también las biografías de Robert Merle y de Hesketh
Pearson. En inglés, puede considerarse que el Oscar Wilde de Edouard Roditi
(1947) sigue siendo el mejor estudio crítico de conjunto. Vyvyan Holland, el hijo del
escritor que cambió legalmente de apellido a causa del escándalo, es autor de una
significativa exposición en su libro Son of Oscar Wilde, aparecido en 1954. Los
principales comentarios sobre la obra fueron reunidos por K. Beckson, en Oscar
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Wilde: The critical heritage (1970). Sobre la época deben mencionarse dos textos
muy reveladores: The eighteen-nineties, de Holbrook Jackson (1923), y As we were,
de E. F. Benson (1930).
Jaime Rest
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Portada interior de la edición original de 1894
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A mi amigo, Lord Alfred Bruce Douglas, el traductor de esta pieza
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Personajes
HERODES ANTlPAS, tetrarca de Judea
JUAN, el profeta
EL JOVEN SIRIO, capitán de la guardia
TIGELINO, un joven romano
UN CAPADOCIO
UN NUBlO
PRIMER SOLDADO
SEGUNDO SOLDADO
EL PAJE DE HERODÍAS
JUDÍOS, NAZARENOS, etcétera
UN ESCALVO
NAAMAN el verdugo
HERODíAS, esposa del tetrarca
SALOMÉ, hija de Herodías
LAS ESCLAVAS DE SALOMÉ
Salomé Oscar Wilde
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ESCENA: Una gran terraza del palacio de Herodes, sobre el salón de fiestas.
Algunos soldados están apoyados sobre el antepecho. A la derecha hay una
escalera gigantesca; a la izquierda, en la parte posterior, una antigua cisterna
recubierta de bronce verde. Luz de la Luna.
EL JOVEN SIRIO. –¡Qué hermosa luce esta noche la princesa Salomé!
EL PAJE DE HERODÍAS. –¡Mira Ia Luna! ¡Qué extraña se ve! Es como una mujer
que sale de la tumba. Es como una mujer muerta. Se diría que está buscando cosas
muertas.
EL JOVEN SIRIO. –Tiene un aspecto extraño. Es como una pequeña princesa que
luce un velo amarillo y cuyos pies son de plata. Es como una princesa que tiene
pequeñas palomas por pies. Se diría que está danzando.
EL PAJE DE HERODÍAS. –Es como una mujer que está muerta. Se mueve muy
lentamente.
La mujer en la Luna (The woman in the Moon)
Ruido en el salón de fiestas.
PRIMER SOLDADO. –¡Qué alboroto! ¿Quiénes son esas bestias salvajes que
aúllan?
SEGUNDO SOLDADO. –Los judíos, como siempre. Están discutiendo su religión.
PRIMER SOLDADO. –¿Por qué discuten su religión?
SEGUNDO SOLDADO. –No lo sé. Pero están siempre discutiendo lo mismo. Los
fariseos, por ejemplo, dicen que hay ángeles, y los saduceos afirman que los
ángeles no existen.
PRIMER SOLDADO. –Me parece ridículo discutir esas cosas.
EL JOVEN SIRIO. –¡Qué hermosa luce esta noche la princesa Salomé!
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La cola de pavo real (The peacock skirt)
EL PAJE DE HERODÍAS. –Tú estás siempre mirándola. La miras demasiado. Es
peligroso mirar a la gente de esa manera. Puede ocurrir algo terrible.
EL JOVEN SIRIO. –Está muy bella esta noche.
PRIMER SOLDADO. –El tetrarca tiene un aire sombrío.
EL SEGUNDO SOLDADO. –Si, tiene un aire sombrío.
PRIMER SOLDADO. –Esta mirando algo.
SEGUNDO SOLDADO. –Está mirando a alguien.
PRIMER SOLDADO. –¿A quIen esta mirando?
SEGUNDO SOLDADO. –No lo sé.
EL JOVEN SIRIO. –¡Qué pálida está la princesa! Nunca la he visto tan pálida. Es
como la sombra de una rosa blanca en un espejo de plata.
EL PAJE DE HERODÍAS. –No debes mirarla. La miras demasiado.
PRIMER SOLDADO. –Herodías ha llenado la copa del tetrarca.
EL CAPADOCIO. –.¿Es esa la reina Herodías, la que luce una mitra negra adornada
con perlas, la de pelo empolvado de azul?
El capote negro (The black cape)
PRIMER SOLDADO. –Sí, esa es Herodías, la esposa del tetrarca.
SEGUNDO SOLDADO. –Al tetrarca le gusta mucho el vino. Tiene vino de tres
clases. Uno que traen de la isla de Samotracia y es púrpura como la capa de César.
EL CAPADOCIO. –Nunca he visto a César.
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SEGUNDO SOLDADO. –Otro que viene de un pueblo que se llama Chipre, y es
amarillo como el oro.
EL CAPADOCIO. –Me encanta el oro.
SEGUNDO SOLDADO. –Y el tercero es un vino de Sicilia. Ese vino es rojo como la
sangre.
EL NUBlO. –Los dioses de mi patria son muy afectos a la sangre. Dos veces por año
les sacrificamos jóvenes hombres y doncellas; cincuenta hombres jóvenes y cien
doncellas. Pero parece ser que nunca les damos suficiente, porque son muy duros
con nosotros.
EL CAPADOCIO. –En mi patria no quedan dioses. Los romanos los han ahuyentado.
Algunos dicen que se han ocultado en las montañas, pero no lo creo. Por tres
noches estuve en las montañas buscándolos por todas partes. No los encontré. Al fin
los llamé por el nombre, pero no vinieron. Creo que están muertos.
PRIMER SOLDADO. –Los judíos veneran a un Dios al que no se puede ver.
EL CAPADOCIO. –Eso no lo entiendo.
PRIMER SOLDADO. –En realidad, sólo creen en cosas que no se pueden ver.
EL CAPADOCIO. –Eso me parece absolutamente ridículo.
LA VOZ DE JUAN. –Después de mí vendrá otro más poderoso que yo. Ni siquiera
soy digno de desatarle la correa de su calzado. Cuando él venga, los lugares
solitarios se alborozarán. Florecerán como el lirio. Los ojos del ciego verán la luz, y
los oídos del sordo se abrirán. El niño recién nacido pondrá la mano en la guarida
del dragón, conducirá a los leones por la melena.
SEGUNDO SOLDADO. –Háganlo callar. Siempre está diciendo cosas ridículas.
PRIMER SOLDADO. –No, no. Es un hombre santo. Es muy gentil, además. Todos
los días, cuando le doy de comer, me lo agradece.
EL CAPADOCIO. –¿Quién es?
PRIMER SOLDADO. –Un profeta.
EL CAPADOCIO.–¿Cómo se llama?
PRIMER SOLDADO. –Juan.
EL CAPADOCIO. –¿De dónde es?
PRIMER SOLDADO. –Viene del desierto, donde se alimentaba de langostas y miel
silvestre, se vestía con piel de camello y se ceñía la cintura con un cinto de cuero.
Tenía un aspecto formidable. Solía seguirlo una gran multitud. Hasta tenía
discípulos.
EL CAPADOCIO. –¿De qué está hablando?
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PRIMER SOLDADO. –Nunca lo entendemos. A veces dice cosas terribles; pero es
imposible entender lo que dice.
EL CAPADOCIO. –¿Se lo puede ver?
PRIMER SOLDADO. –El tetrarca lo ha prohibido.
EL JOVEN SIRIO. –¡La princesa ha ocultado su rostro detrás del abanico! Sus
manitas blancas se agitan como palomas que vuelan hacia el nido. Son como
mariposas blancas. Son iguales a mariposas blancas.
EL PAJE DE HERODÍAS. –¿A ti qué te importa? ¿Por qué la miras? No debes
mirarla… Puede ocurrir algo terrible.
EL CAPADOCIO (señalando la cisterna). –¡Qué extraña prisión.
SEGUNDO SOLDADO. –Es una antigua cisterna.
EL CAPADOCIO. –¡Una antigua cisterna! Debe ser muy insalubre.
SEGUNDO SOLDADO. –¡Oh, no! Por ejemplo, el hermano del tetrarca, su hermano
mayor, el primer esposo de la reina Herodías, estuvo encarcelado allí por doce años.
Pero eso no lo mató. Al término de los doce años debió ser estrangulado.
EL CAPADOCIO. –¿Estrangulado? ¿Quién se atrevió a hacerlo?
SEGUNDO SOLDADO (señalando al Verdugo, un gran negro) .–Aquel hombre,
Naaman.
EL CAPADOCIO. –¿No le dio miedo?
SEGUNDO SOLDADO. –¡Oh, no! El tetrarca le envió el anillo.
EL CAPADOCIO. –¿Qué anillo?
SEGUNDO SOLDADO. –El anillo de la muerte. Así que no tuvo miedo.
EL CAPADOCIO. –Sin embargo, es cosa terrible estrangular a un rey.
PRIMER SOLDADO. –¿Por qué? Los reyes sólo tienen un cuello, como toda la
gente.
EL CAPADOCIO.–Me parece terrible.
EL JOVEN SIRIO. –¡La princesa se pone de pie! ¡Se retira de la mesa! Parece muy
preocupada. Ah, viene hacia acá. Sí, se acerca a nosotros. ¡Cuán pálida está! Nunca
la he visto tan pálida.
EL PAJE DE HERODÍAS.–No la mires. Te ruego que no la mires.
EL JOVEN SIRIO. –Es como una paloma que se ha desorientado… Es como un
narciso que tiembla al viento… Es como una flor de plata.
Entra Salomé.
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SALOMÉ. –No quiero quedarme. No puedo quedarme. ¿Por qué el tetrarca me mira
todo el tiempo con sus ojos de topo bajo sus párpados temblorosos? Es extraño que
el esposo de mi madre me mire de esa manera. No sé qué significa eso. En verdad,
sí lo sé.
EL JOVEN SIRIO. –¿Acabáis de retiraros de la fiesta, princesa?
SALOMÉ. –,¡Qué dulce es aquí el aire! ¡Acá puedo respirar! Allá dentro hay judíos
de Jerusalén que se están despedazando unos a otros por sus tontas ceremonias, y
bárbaros que beben y beben y derraman el vino sobre el piso, y griegos de Esmirna
de ojos y mejillas pintados, y de pelo crespo que forma rizos, y egipcios silenciosos y
arteros con grandes tachones de jade y capas de paño basto, y romanos brutales y
groseros con su jerga vulgar. ¡Ah, cómo aborrezco a los romanos! Son toscos y
vulgares y se dan aires de nobleza.
EL JOVEN SIRIO. –¿Queréis sentaros, princesa?
EL PAJE DE HERODIAS. –¿Por qué le hablas? ¿Por que de qué la miras? Oh,
ocurrirá algo terrible.
SALOMÉ. –Qué bueno es ver la Luna. Es como una monedita; se diría que es una
flor de plata. La Luna es fría y casta. Estoy segura de que es virgen, porque posee
una belleza virginal. Sí, es virgen. Nunca se ha corrompido. Nunca se ha
abandonado a los hombres, como otras diosas.
LA VOZ DE JUAN. –El Señor ha llegado. El Hijo del Hombre ha llegado. Los
centauros se han escondido en los ríos y las sirenas han salido de los ríos y están
tendidas bajo las hojas del bosque.
SALOMÉ. –¿Quién fue el que gritó?
SEGUNDO SOLDADO. –El profeta, princesa.
SALOMÉ. –¡Ah, el profeta! ¿Aquel a quien el tetrarca teme?
SEGUNDO SOLDADO. –Nada sabemos de eso, princesa. Fue el profeta Juan el
que gritó.
EL JOVEN SIRIO. –¿Os place que ordene que os traigan la litera, princesa? La
noche es bella en el jardín.
SALOMÉ. –Él dice cosas terribles de mi madre, ¿verdad?
SEGUNDO SOLDADO. –Nunca entendemos lo que dice, princesa.
SALOMÉ. –Sí; dice cosas terribles de ella.
Entra un Esclavo.
EL ESCLAVO. –Princesa, el tetrarca os ruega que regreséis a la fiesta.
SALOMÉ. –No volveré.
EL JOVEN SIRIO. –Perdonadme, princesa, pero si no volvéis, puede ocurrir algún
infortunio.
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SALOMÉ. –¿Es un hombre viejo ese profeta?
EL JOVEN SIRIO. –Princesa, convendría regresar. Permitidme que os conduzca.
SALOMÉ.–Ese profeta… ¿es un hombre viejo?
PRIMER SOLDADO. –No, princesa, es un hombre muy joven.
SEGUNDO SOLDADO. –No se puede estar seguro. Están aquellos que dicen que él
es Elías.
SALOMÉ. –¿Quién es Ellas?
SEGUNDO SOLDADO. –Un profeta muy anciano de este de país, princesa.
EL ESCLAVO. –¿Qué respuesta de la princesa puedo darle al tetrarca?
LA VOZ DE JUAN.–No te regocijes, tierra de Palestina, porque se ha quebrado la
vara de aquel que te golpeó. Porque de la progenie de la serpiente surgirá un
basilisco, y lo que nazca de éste devorará a los pájaros.
SALOMÉ. –¡Qué extraña voz! Me gustaría hablar con él.
PRIMER SOLDADO. –Me temo que sea imposible, princesa. El tetrarca no desea
que nadie hable con él. Se lo ha prohibido aun al gran sacerdote.
SALOMÉ. –Deseo hablar con él.
PRIMER SOLDADO. –Es imposible, princesa.
SALOMÉ. –Hablaré con él.
EL JOVEN SIRIO. –¿No sería mejor regresar al banquete?
SALOMÉ. –Traigan a ese profeta.
Sale el Esclavo.
El PRIMER SOLDADO. –No nos atrevemos, princesa.
SALOMÉ (acercándose a la cisterna e inclinándose para se mirar dentro). –¡Qué
obscuro está allí abajo! ¡Debe ser terrible estar en un pozo negro! Es como una
tumba… (A los Soldados:) ¿No me habéis oído? Traed al profeta. Deseo verlo.
SEGUNDO SOLDADO. –Princesa, os ruego que no nos pidáis eso.
SALOMÉ. –¡Me hacéis esperar!
EL PRIMER SOLDADO. –Princesa, nuestras vidas os pertenecen, pero no podemos
hacer lo que nos habéis pedido. En realidad, no es a nosotros a quien deberíais
pedir eso.
SALOMÉ (mirando al Joven Sirio).–Haréis eso por mí, ¿verdad, Narraboth? Haréis
eso por mí. Siempre he sido buena con vos. Lo haréis por mí. Sólo deseo mirar a
ese extraño profeta. Los hombres han hablado tanto de él. A menudo he oído al
Salomé Oscar Wilde
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tetrarca hablar de él. Creo que el tetrarca le teme. ¿Es que vos, también vos, le
teméis, Narraboth?
EL JOVEN SIRIO. –No le temo, princesa; no temo a ningún hombre. Pero el tetrarca
ha prohibido formalmente que hombre alguno levante la cubierta de ese pozo.
SALOMÉ. –Haréis eso por mí, Narraboth, y mañana cuando pase en mí litera bajo el
portal de los vendedores de ídolos, dejaré caer una pequeña flor para vos, una
pequeña flor verde.
EL JOVEN SIRIO. –Princesa, no puedo, no puedo.
SALOMÉ (sonriendo).–Haréis eso por mí, Narraboth. Sabéis que lo haréis por mí. y
mañana, cuando pase en mi litera junto al puente de los compradores de ídolos, os
miraré a través de los velos de muselina, os miraré, Narraboth, y puede ser que os
sonría. Miradme, Narraboth, miradme. ¡Ah! Sabéis que haréis lo que os pido. Lo
sabéis bien… Sé que lo haréis.
EL JOVEN SIRIO (haciéndole una señal al Tercer Soldado) .–Deja que el profeta
salga… La princesa Salomé desea verlo.
SALOMÉ. –¡Ah!
EL PAJE DE HERODÍAS. –¡Oh, qué extraña se ve la Luna! Se diría que es la mano
de una mujer muerta que está tratando de cubrirse con su sudario.
EL JOVEN SIRIO. –¡Tiene un aire extraño! Es como una pequeña princesa, cuyos
ojos son de ámbar. A través de las nubes de muselina está sonriendo como una
pequeña princesa
El profeta sale de la cisterna. Salomé lo mira,. retrocede lentamente.
JUAN. –¿Dónde está aquel cuya copa de abominaciones ya se ha llenado? ¿Dónde
está aquel que, con manto de plata, morirá un día frente a toda la gente? Hacedlo
venir, para que escuche la voz de quien ha gritado en los lugares yermos y en la
casa de los reyes.
SALOMÉ. –¿De quién está hablando?
EL JOVEN SIRIO. –Nunca se puede entender, princesa.
JUAN. –¿Dónde está aquella que habiendo visto las imágenes de hombres pintadas
en paredes, las imágenes de los caldeos dibujadas en colores, cedió a la codicia de
sus ojos y envió embajadores a Caldea?
SALOMÉ. –Es de mi madre de quien habla.
EL JOVEN SIRIO. –Oh, no, princesa.
SALOMÉ. –Sí, es de mi madre de quien habla.
JUAN. –¿Dónde está aquella que se entregó a los capitanes de Asiria, que lucen
tahalíes en la cintura y coronas de .distintos colores en la cabeza? ¿Dónde está
aquella que se entregó a los jóvenes de Egipto, que visten fino lienzo y púrpura,
cuyos escudos son de oro, cuyos cascos son de plata, cuyos cuerpos son
Salomé Oscar Wilde
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poderosos? Ordenadle que se levante de la cama de sus abominaciones, de la cama
de su incestuosidad, para que oiga las palabras de aquel que prepara el camino del
Señor, para que se arrepienta de sus iniquidades. Aunque nunca se arrepentirá, sino
que se aferrará a sus abominaciones; ordenadle que venga, porque el Señor ya
empuña el aventador.
SALOMÉ. –¡Es terrible, es terrible!
EL JOVEN SIRIO. –No os quedéis aquí, princesa, os lo ruego.
SALOMÉ. –Debo mirarlo más de cerca.
EL JOVEN SIRIO. –¡Princesa! ¡Princesa!
JUAN. –¿Quién es esta mujer que me está mirando? No quiero que me mire. ¿Por
qué me mira con sus ojos dorados bajo sus párpados brillantes? No sé quién es ella.
No deseo saber quién es. Decidle que se marche. No es a ella a quien deseo hablar.
SALOMÉ. –Soy Salomé, hija de Herodías, princesa de Judea.
JUAN. –¡Atrás! ¡Hija de Babilonia! No te acerques al elegido del Señor. Tu madre ha
llenado la Tierra con el vino de sus iniquidades, y el grito de sus pecados se ha
elevado hasta los oídos de Dios.
SALOMÉ. –Sigue hablando, Juan. Tu voz es como vino para mí.
EL JOVEN SIRIO. –¡Princesa! ¡Princesa! ¡Princesa!
SALOMÉ. –¡Habla! ¡Habla, Juan, y dime qué debo hacer!
JUAN. –¡Hija de Sodoma, no te acerques a mí! Cúbrete el rostro con un velo, arroja
ceniza sobre tu pelo, ve al desierto y busca al Hijo del Hombre.
SALOMÉ. ––¿Quién es él, el Hijo del Hombre? ¿Es él tan se hermoso como tú,
Juan?
JUAN.–¡Sal de mi vista! Oigo en el palacio el aleteo del ángel de la muerte.
EL JOVEN SIRIO. –Princesa, os ruego que volváis a la fiesta.
JUAN. –Ángel del señor Dios, ¿qué haces aquí con tu espada? ¿A quién buscas en
este lugar impuro? El día de aquel que morirá en un manto de plata aún no ha
llegado.
SALOMÉ.–¡Juan!
JUAN. –¿Quién habla?
SALOMÉ. –Juan, ¡estoy enamorada de tu cuerpo! Tu cuerpo es blanco como los
lirios de un campo que el segador nunca ha segado. Tu cuerpo es blanco como la
nieve que se deposita sobre las montañas, como la nieve que se deposita sobre las
montañas de Judea y que cae en los valles. Las rosas del jardín de la reina de
Arabia no son tan blancas como tu cuerpo. Ni las rosas del jardín de la reina de
Arabia, ni los pies del amanecer cuando se apoyan en las hojas, ni el pecho de la
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Luna cuando yace sobre el pecho del mar… Nada hay en el mundo tan blanco como
tu cuerpo. Déjame tocar tu cuerpo.
JUAN. –¡Atrás! ¡Hija de Babilonia! Por la mujer llegó el mal al mundo. No me hables.
No quiero escucharte. Sólo escucho la voz del señor Dios.
SALOMÉ. –Tu cuerpo es horrible. Es como el cuerpo de un leproso. Es como una
pared enlucida por la que se han arrastrado las víboras; como una pared enlucida
donde han hecho su nido los escorpiones. Es como un sepulcro blanqueado lleno de
cosas abominables. Es horrible, tu cuerpo es horrible. Es de tu pelo que estoy
enamorada, Juan. Tu pelo parece racimos de uva, como los racimos de uva negra
que penden de las vides de Edom en la tierra de los edomitas. Tu pelo es como los
cedros del Líbano, como los grandes cedros del Líbano que dan su sombra a leones
y a los ladrones que suelen ocultarse durante el día. Las largas noches negras,
cuando la Luna oculta el rostro y las estrellas tienen miedo, no son tan negras. El
silencio que mora en el bosque no es tan negro. Nada hay en el mundo tan negro
como tu pelo… Déjame tocar tu pelo.
JUAN. –¡Atrás, hija de Sodoma! No me toques. No profanes el templo del señor
Dios.
SALOMÉ. –Tu pelo es horrible. Está cubierto de lodo y de polvo. Es como una
corona de espinas que han colocado sobre tu frente, es como un nudo de serpientes
negras que , se retuercen alrededor de tu cuello. No amo tu pelo… Es tu boca lo que
deseo, Juan. Tu boca es como una banda de escarlata sobre una torre de marfil. Es
como una granada cortada con un cuchillo de marfil. Las flores del granado que
florecen en el huerto de Tiro, y que son más rojas que las rosas, no son tan rojas.
Los toques rojos de las trompetas, que anuncian la llegada de los reyes y atemorizan
al enemigo, no son tan rojos. Tu boca es más roja que los pies de aquellos que pisan
el vino en el lagar. Tu boca es más roja que las patas de las palomas que rondan los
templos y son alimentadas por los sacerdotes. Es más roja que los pies de aquel que
viene de un bosque donde ha matado a un león y ha visto tigres dorados. Tu boca es
como una rama de coral que los pescadores han encontrado en la semipenumbra
del mar, el coral que destinan a los reyes. ..Es como el bermellón que los moabitas
hallan en las minas de Moab, el bermellón que toman los reyes para sí. Es como el
arco del rey de los persas, que está pintado con bermellón y guarnecido con coral.
Nada hay en el mundo tan rojo como tu boca… Déjame besar tu boca.
JUAN. –¡Nunca, hija de Babilonia! ¡Hija de Sodoma! Nunca.
SALOMÉ. –Besaré tu boca, Juan. Besaré tu boca.
EL JOVEN SIRIO. –¡Princesa, princesa, tú que eres como un jardín de mirra, tú que
eres la paloma de todas las pan lomas, no mires a este hombre, no lo mires! No le
digas esas palabras. No puedo soportarlas. ¡Princesa, princesa, no digas esas
cosas!
SALOMÉ. –Besaré tu boca, Juan.
EL JOVEN SIRIO. –¡Ah!
Se mata y cae entre Salomé y Juan.
Salomé Oscar Wilde
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EL PAJE DE HERODÍAS. –¡El joven sirio se ha matado! ¡El joven capitán se ha
matado! ¡Se ha matado aquel que era mi amigo! ¡Le di una pequeña caja de
perfumes y aretes de plata, y ahora se ha matado! Oh, ¿acaso no previó que
ocurriría algún infortunio? También yo lo preví, y ha ocurrido. Bien, sabía que la Luna
estaba buscando algo muerto, pero no que era a él a quien buscaba. ¡Oh! ¿Por qué
no lo oculté a la Luna? Si lo hubiese escondido en una caverna, ella no lo hubiese
visto.
PRIMER SOLDADO. –Princesa, el joven capitán acaba de matarse.
SALOMÉ. –Déjame besar tu boca, Juan.
JUAN. –¿No temes tú, hija de Herodías? ¿No te dije que había oído en el palacio el
aleteo del ángel de la muerte, y no ha venido el ángel de la muerte?
SALOMÉ. –Déjame besar tu boca.
JUAN. –Hija del adulterio, sólo hay uno que puede salvarte, y es Aquel de quien te
hablé. Ve a buscarlo. Está en una nave en el mar de Galilea, y conversa con sus
discípulos. Arrodíllate a la orilla del mar y llámalo por su nombre. Cuando Él venga a
ti, porque Él va a todos los que lo llaman, inclínate a sus pies y pídele la remisión de
tus pecados.
SALOMÉ. –Déjame besar tu boca.
JU.AN. –¡Maldita seas! ¡Hija de una madre incestuosa, maldita seas!
SALOMÉ. –Besaré tu boca, Juan.
JUAN.–,No deseo mirarte. No te miraré, estás maldita, Salome, estás maldita.
Desciende a la cisterna.
SALOMÉ. –Besaré tu boca, Juan. Besaré tu boca.
PRIMER SOLDADO. –Debemos llevar el cuerpo a otro lado. Al tetrarca no ]e gusta
ver cuerpos muertos, salvo el cuerpo de aquellos a los que ha matado él mismo.
EL PAJE DE HERODÍAS.–Él era mi hermano, mas que un hermano. Le di una
pequeña caja de perfumes y un anillo de ágata que siempre lucía en la mano. Por
las tardes solíamos caminar junto al río, entre los almendros, y él me contaba las
cosas de su patria. Hablaba siempre en voz muy baja. El sonido de su voz era como
el de una flauta, el de un flautista. También le gustaba mucho observarse en el río.
Yo siempre se lo reprochaba.
Un lamento platónico (A platonic lament)
Salomé Oscar Wilde
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SEGUNDO SOLDADO. –Tienes razón; debemos ocultar el cuerpo. El tetrarca no
debe verlo.
PRIMER SOLDADO. ~ El tetrarca no vendrá acá. Nunca viene a la terraza. Le tiene
mucho miedo al profeta.
Entran Herodes, Herodías toda la corte.
Entra Herodías (Enter Herodías)
HERODES: –¿Dónde está Salomé? ¿Dónde está la princesa? ¿Por qué no regresó
al banquete como se lo ordené? ¡Ah, allí está!
HERODÍAS. –No debes mirarla! ¡Siempre la estás mirando!
HERODES. –La Luna tiene un aspecto extraño esta noche. ¿No tiene un aspecto
extraño? Es como una mujer loca, una mujer loca que está buscando amantes por
todas partes. Está desnuda, además. Absolutamente desnuda. Las nubes están
tratando de cubrir su desnudez, pero ella no lo permite. Se muestra desnuda en el
cielo. Vacila a través de las nubes como una mujer ebria… Estoy seguro de que está
buscando amantes. ¿No vacila como una mujer ebria? Es como una mujer loca,
¿verdad?
HERODÍAS. –No; la Luna es como la Luna, eso es todo. Volvamos al salón… No
tienes nada que hacer aquí.
HERODES. –¡Me quedaré aquí! Manassé, pon alfombras allí. Enciende antorchas,
trae las mesas de marfil y las mesas de jaspe. Aquí el aire es delicioso. Beberé más
vino con mis huéspedes. Debemos presentar todos los honores a los embajadores
del César.
HERODÍAS. –No es por ellos que te quedas.
HERODES. –Sí; el aire es delicioso. Ven, Herodías, nuestros huéspedes nos
aguardan. ¡Oh, mi pie ha resbalado! ¡Ha resbalado sobre sangre! Es un mal augurio.
Es un augurio muy malo. ¿Por qué hay sangre aquí…? Y este cuerpo, ¿qué hace
este cuerpo aquí? ¿Creéis que soy como el rey de Egipto, que no festeja a sus
huéspedes sino les muestra un cadáver? ¿De quién es este cuerpo? No quiero
mirarlo.
PRIMER SOLDADO. –Es nuestro capitán, señor. Es el joven sirio a quien hicisteis
capitán hace sólo tres días.
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HERODES. –No di orden de que se lo matara.
SEGUNDO SOLDADO. –Él se mató, señor.
HERODES. –¿Por qué razón? Lo había nombrado capitán.
SEGUNDO SOLDADO.–No lo sabemos, señor. Pero se mató.
HERODES. –Eso me parece extraño. Creía que eran sólo los filósofos romanos
quienes se suicidaban. ¿No es verdad, Tigelino, que los filósofos de Roma se
suicidan?
TIGELINO. –Hay algunos que se matan, señor. Son los estoicos. Los estoicos son
gente grosera. Son gente ridícula. Yo los considero perfectamente ridículos.
HERODES. –También yo. Es ridículo matarse.
TIGELINO. –En Roma todos se ríen de ellos. El emperador ha escrito una sátira
contra ellos. Se la recita en todas partes.
HERODES. –¡Oh! ¿Ha escrito una sátira contra ellos? César es maravilloso. Puede
hacer todo la que se le ocurre..: Es extraño que el joven sirio se haya matado.
Lamento que se haya matado. Lo lamento mucho, porque era grato de ver. Era muy
grato. Tenía ojos muy lánguidos. Recuerdo haber visto que miraba lánguidamente a
Salomé. En verdad, pensé que la miraba demasiado.
HERODÍAS. –Hay otros que la miran demasiado.
HERODES. –El padre de él era rey. Lo saqué de su reino. Y tú hiciste una esclava
de su madre, que era reina, Herodías. De modo que él estaba aquí casi como mi
huésped y por esa razón le nombré capitán. Lamento que haya muerto. ¡Eh! ¿Por
qué habéis dejado aquí el cadáver? No quiero mirarlo… Sacadlo de la vista. (Se
llevan el cadáver.) Hace frío aquí. Sopla un viento. ¿No se siente un viento?
HERODÍAS. –No, no hay viento.
HERODES. –Te digo que hay un viento que sopla… Y siento en el aire algo que es
como un aleteo, como el movimiento de grandes alas. ¿No lo oyes?
HERODÍAS. –No oigo nada.
HERODES. –Ya no lo oigo. Pero lo oí. Fue el soplar del viento, sin duda. Ha
desaparecido. Pero no, vuelvo a oírlo. ¿No lo oyes? Es como un aleteo.
HERODÍAS. –Te digo que no hay nada. Estás enfermo. Volvamos al salón.
HERODES. –No estoy enfermo. Es tu hija la que está enferma. Tiene el semblante
de una persona enferma. Nunca la he visto tan pálida.
HERODÍAS. –Te he dicho que no la mires.
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Los ojos de Herodes (The eyes of Herod)
HERODES. –Servidme vino. (Traen vino.) Salomé, ven a beber un poco de vino
conmigo. Tengo aquí un vino que es exquisito. César mismo me lo envió. Sumerge
en él tus pequeños labios rojos, para que yo pueda apurar la copa.
SALOMÉ. –No tengo sed, tetrarca.
HERODES. –¿Oyes cómo me contesta, esta hija tuya?
HERODÍAS. –Ella hace bien. ¿Por qué siempre le estás clavando los ojos?
HERODES. –Traedme frutas maduras. (Traen frutas.) Salomé, ven a comer fruta
conmigo. Me encanta ver en una de fruta la marca de tus pequeños dientes. Muerde
apenas esta fruta y luego yo comeré lo que quede.
SALOMÉ. –No tengo hambre, tetrarca.
HERODES (a Herodías). –Ves cómo has criado a esta hija tuya.
HERODÍAS. –Mi hija y yo descendemos de una estirpe de real. En cuanto a ti, ¡tu
padre era un camellero! ¡También era un ladrón!
HERODES. –¡Tú mientes!
HERODÍAS. –Sabes bien que esa es la verdad.
HERODES. –Salorné, ven a sentarte a mi lado. Te daré el trono de tu madre.
SALOMÉ. –No estoy cansada, tetrarca.
HERODÍAS. –Ya ves lo que ella piensa de ti.
HERODES. –Traedme… ¿qué es lo que deseo? No lo recuerdo. ¡Ah, ah, ahora
recuerdo!
LA VOZ DE JUAN. –¡Mirad! ¡Ha llegado el momento! Aquello que predije se ha
verificado, dijo el señor Dios. ¡Mirad! El día del que hablé.
HERODÍAS. –Ordenadle que calle. No quiero oír su voz. Ese hombre siempre está
vomitando insultos contra mí.
HERODES. –No ha dicho nada en contra de ti. Además, es un gran profeta.
HERODÍAS. –No creo en profetas. ¿Puede decir un hombre lo que va a suceder?
Nadie lo sabe. Además, siempre está insultándome. Pero creo que tú le temes… Sé
bien que le temes.
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HERODES. –No le temo. No temo a hombre alguno.
HERODÍAS. –Te digo, le temes. Si no le temes, ¿por qué .no lo entregas a los
judíos, que durante los últimos seis meses han estado clamando por él?
UN JUDÍO. –En verdad, mi señor, sería mejor entregarlo a nuestras manos.
HERODES. –Basta ya de este asunto. Ya os he dado mi respuesta. No lo entregaré
a vuestras manos. Es un hombre que es santo. Es un hombre que ha visto a Dios.
UN JUDÍO. –Eso no puede ser. No existe ningún hombre que haya visto a Dios
desde el profeta Elías. Él fue el último hombre que vio a Dios. En estos tiempos Dios
no se muestra. Él se oculta. Es por eso que se han presentado grandes males le
estás en la Tierra.
OTRO JUDÍO. –En verdad, nadie sabe si Elías el profeta vio realmente a Dios. Tal
vez no fuera más que la sombra de Dios lo que vio.
UN TERCER JUDÍO. –Dios nunca está oculto. Él se muestra siempre y en todo. Dios
está en lo que es malo, así como en lo que es bueno.
UN CUARTO JUDÍO. –Eso no se debe decir. Es una doctrina muy peligrosa. Es una
doctrina que viene de las escuelas de Alejandría, donde hay hombres que enseñan
la filosofía de los griegos. Y los griegos son gentiles. Ni siquiera están circuncidados.
UN QUINTO JUDÍO. –Nadie puede conocer los designios de Dios. Sus maneras son
muy misteriosas. Puede ser que aquello que consideramos malo sea bueno, y que lo
que consideramos bueno sea malo. No se puede saber nada. Necesariamente
debemos someternos a todo, porque Dios es muy poderoso. Rompe en pedazos al
fuerte junto con el débil, porque Él no considera a ningún hombre.
PRIMER JUDÍO. –Tú dices bien. Dios es terrible. Él destroza al fuerte y al débil
como el hombre muele el grano en un mortero. Pero este hombre nunca ha visto a
Dios. Ningún hombre ha visto a Dios desde el profeta Elías.
HERODÍAS. –Hazlos callar. Me hastían.
HERODES.–Pero he oído decir que Juan mismo es vuestro profeta Elías.
EL JUDÍO. –Eso no puede ser. Han pasado más de trescientos años desde la época
del profeta Elías.
HERODES. –Hay quienes dicen que este hombre es el profeta Elías.
UN NAZARENO. –Estoy seguro de que él es el profeta Elías.
EL JUDÍO. –No, no es él el profeta Elías.
LA VOZ DE JUAN. –De modo que el día ha llegado, el día del Señor, y oigo en las
montañas los pies de Aquel que salvará al mundo.
HERODES. –¿Qué significa eso? El salvador del mundo.
TIGELINo. –Es un título que usa César.
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HERODES. –Pero César no viene a Judea. Sólo ayer recibí cartas de Roma. No
decían nada de eso. ¿Y vos, Tigelino, que estuvisteis en Roma durante el invierno,
no habéis oído decir nada acerca de este asunto, verdad?
TIGELINO. –Señor, no oí nada acerca de este asunto. Sólo traté de explicar el título.
Es uno de los títulos de César.
HERODES. –Pero César no puede venir. Está demasiado gotoso. Dicen que sus
pies son como los de un elefante. Además, hay razones de estado. El que se
marcha de Roma pierde Roma. No vendrá. Aunque César es el señor, vendrá si lo
desea. Sin embargo, no creo que venga.
PRIMER NAZARENO. –No se refería a César el profeta al decir esas palabras,
señor.
HERODES. –¿No a César?
PRIMER NAZARENO. –No, señor.
HERODES. –¿A quién se refería, entonces, al decir esas palabras?
PRIMER NAZARENO. –Al Mesías que ha llegado.
UN JUDÍO. –El Mesías no ha llegado.
PRIMER NAZARENO. –Él ha llegado, y en todas partes realiza milagros.
HERODÍAS. –¡Jo! ¡Jo! ¡Milagros! No creo en milagros. He visto demasiados. (Al
Paje.) ¡Mi abanico!
PRIMER NAZARENO. –Ese hombre realiza verdaderos milagros. Así, en una boda
que tuvo lugar en una pequeña ciudad de Galilea, una ciudad de cierta importancia.
Él convirtió el agua en vino. Me lo contaron ciertas personas que estuvieron
presentes. Él también curó a dos leprosos que estaban sentados ante la puerta de
Capernaum, tocándolos simplemente.
SEGUNDO NAZARENO. –No, fue a ciegos que curó en Capernaum.
PRIMER NAZARENO. –No, eran leprosos. Pero Él ha es el curado a ciegos también,
y fue visto sobre una montaña conversando con ángeles.
UN SADUCEO. –Los ángeles no existen.
UN FARISEO. –Los ángeles existen, pero no creo que ese hombre haya conversado
con ellos.
PRIMER NAZARENO. –Fue visto por una gran multitud el que de personas cuando
conversaba con los ángeles.
UN SADUCEO. –No con ángeles.
HERODÍAS. –¡Cómo me hastían estos hombres! ¡Son ridículos! (Al Paje): ¡Bien, mi
abanico! (El Paje le da el abanico.) Tienes el aire de un soñador;. no debes soñar.
Sólo la gente enferma sueña. (Golpea al Paje con el abanico.)
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SEGUNDO NAZARENO. –Está también el milagro de la hija de Jairo.
PRIMER NAZARENO. –Sí, ese es seguro. Nadie puede desmentirlo.
HERODÍAS. –Estos hombres están locos. Han mirado demasiado tiempo la Luna.
Ordénales que callen.
HERODES. –¿Qué es ese milagro de la hija de Jairo?
PRIMER NAZARENO. –La hija de Jairo estaba muerta. Él la resucitó de entre los
muertos.
HERODES. –¿Él resucita a los muertos?
PRIMER NAZARENO. –Sí, señor, Él resucita a los muertos.
HERODES. –No deseo que lo haga. Le prohíbo que lo haga. No permito que nadie
resucite a los muertos. Se debe encontrar a ese hombre y decirle que le prohíbo
resucitar a los muertos. ¿Dónde está ese hombre en la actualidad?
SEGUNDO NAZARENO. –Él está en todas partes, mi señor, pero es difícil de
encontrar.
PRIMER NAZARENO. –Se dice que ahora está en Samaria.
UN JUDÍO. –Es fácil ver que ese no es el Mesías, si está en Samaria. No es a los
samaritanos a quien llegará el Mesías. Los samaritanos están malditos. No traen
ofrendas al templo.
SEGUNDO NAZARENO. –Él se marchó de Samaria hace unos pocos días. Creo
que en este momento se encuentra en las cercanías de Jerusalén.
PRIMER NAZARENO. –No, no está allí. Acabo de venir de Jerusalén. Por dos
meses no han tenido noticias de Él.
HERODES. –¡No importa! ¡Pero que lo encuentren, y le digan de mi parte que no le
permitiré que resucite a los muertos! Convertir el agua en vino, curar a los leprosos y
los ciegos… Puede hacer eso, si lo desea. No tengo nada que decir en contra. En
verdad, considero que es una buena obra curar a un leproso. Pero no permito que
nadie resucite a los muertos. Sería terrible si los muertos regresaran.
LA VOZ DE JUAN. –¡Ah, la lasciva! ¡La ramera! ¡Ah, la hija de Babilonia con sus ojos
dorados y sus párpados brillantes! Así dijo el señor Dios, que vaya contra ella una
multitud de hombres. Que la gente tome piedras y la apedree.
HERODÍAS. –Ordenadle que se calle.
LA VOZ DE JUAN. –Que los jefes guerreros la atraviesen con sus espadas, que la
aplasten bajo sus escudos.
HERODÍAS. –Pero esto es una infamia.
LA VOZ DE JUAN. –Es así que limpiaré toda la perversidad de la Tierra, y que todas
las mujeres aprenderán a no imitar las abominaciones de ella.
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HERODÍAS. –¿Oyes lo que dice contra mi? ¿Permites que injurie a tu esposa?
HERODES. –Él no pronunció tu nombre.
HERODÍAS. –¿Qué importa eso? Sabes bien que es a mí a quien trata de injuriar. Y
soy tu esposa, ¿no?
HERODES. –En verdad, querida y noble Herodías, tú eres mi esposa, y antes de
eso eras la esposa de mi hermano.
HERODÍAS. –Fuiste tú quien me arrancó de los brazos de él.
HERODES. –En verdad, yo era más fuerte… Pero no hablemos de eso. No deseo
hablar de eso. Eso es la causa de las terribles palabras que ha dicho el profeta. Tal
vez, por eso, suceda alguna desgracia. No hablemos de ese asunto. Noble
Herodías, no somos atentos con nuestros invitados. Llena tú mi copa, mi bien
amada. Llena de vino las grandes copas de plata y las grandes copas de cristal.
Beberé por César. Hay romanos aquí; debemos beber por César.
TODOS. –¡César! ¡César!
HERODES. –¿No ves a tu hija, qué pálida está?
HERODÍAS. –¿Qué te importa a ti si está pálida o no?
HERODES. –Nunca la he visto tan pálida.
HERODÍAS. –No debes mirarla.
LA VOZ DE JUAN. –Ese día el Sol se tornará negro como el paño de luto, y la Luna
parecerá sangre, y las estrellas y el cielo caerán sobre la Tierra como caen los higos
maduros de la higuera, y los reyes de la Tierra tendrán miedo.
HERODÍAS. –¡Ah! ¡Ah! Me gustaría ver ese día del que habla, cuando la Luna
parecerá sangre y cuando las estrellas caerán sobre la Tierra como higos maduros.
Este profeta habla como un hombre ebrio… pero no puedo soportar el sonido de su
voz. Odio su voz. Ordénale que se calle.
HERODES. –No lo haré. No puedo entender qué es lo que dice, pero puede ser un
augurio.
HERODÍAS. –No creo en augurios. Él habla como un hombre ebrio.
HERODES. –Tal vez esté ebrio con el vino de Dios.
HERODÍAS. –¿Qué vino es ese, el de Dios? ¿Con qué vides se lo hace? ¿En qué
lagares se lo puede hallar?
HERODES (a partir de ese momento mira todo el tiempo a Salomé). –Tigelino,
cuando estuvisteis en Roma la última vez, ¿habló el emperador con vos del tema
de… ?
TIGELINO. –¿De qué tema, señor?
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HERODES. –¿De qué tema? ¡Ah! Os he hecho una pregunta, ¿verdad? No recuerdo
qué pude haberos preguntado.
HERODÍAS. –Estás mirando nuevamente a mi hija. No ml debes mirarla. Ya te lo he
dicho.
HERODES. –Tú no dices otra cosa.
HERODÍAS. –Lo digo otra vez.
HERODES. –¿Y esa restauración del templo de la que tanto se ha hablado, se hará
algo? Dicen que el velo del santuario ha desaparecido, ¿verdad?
HERODÍAS.–Fuiste tú mismo quien lo robó. Hablas al azar. No quiero quedarme
aquí. Volvamos al salón.
HERODES. –Baila para mí, Salomé.
HERODÍAS. –No le permitiré bailar.
SALOMÉ. –No tengo deseos de bailar, tetrarca.
HERODES. –Salomé, hija de Herodías, baila para mí.
HERODÍAS. –Déjala.
HERODES. –Te ordeno que bailes, Salomé.
SALOMÉ. –No bailaré, tetrarca.
HERODÍAS (riendo).–Ya ves cómo te obedece.
HERODES. –¿Qué me importa si ella baila o no? Eso no es nada para mí. Esta
noche estoy feliz, estoy sumamente feliz. Nunca he estado tan feliz.
PRIMER SOLDADO. –El tetrarca tiene un aire sombrío. ¿No tiene un aire sombrío?
SEGUNDO SOLDADO. –Sí, tiene un aire sombrío.
HERODES. –¿Por qué no iba a estar feliz? César, que es el señor del mundo, que
es el señor de todas las cosas, me quiere bien. Acaba de enviarme obsequios muy
preciosos. También me ha prometido que llamará a Roma al rey de Capadocia, que
es mi enemigo. Puede ser que lo crucifique en Roma, porque es capaz de hacer
todo lo que desea. En verdad, César es un señor. Así, tú ves que tengo el derecho
de estar feliz. En verdad, estoy feliz. Nunca he estado tan feliz. Nada hay en el
mundo que pueda empañar mi felicidad.
LA VOZ DE JUAN. –Él estará sentado en su trono. Estará vestido de escarlata y
púrpura. En la mano tendrá la copa dorada de sus blasfemias. Y el ángel del Señor
lo destruirá. Será comido por los gusanos.
HERODÍAS. –Oyes lo que dice de ti. Dice que serás comido por los gusanos.
HERODES..–No es de mí que habla. Nunca habla contra mí. Es del rey de
Capadocia que habla; el rey de Capadocia, que es mi enemigo. Es él quien será
comido por los gusanos, no yo. Nunca ha hablado contra mí, este profeta, salvo que
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pequé al tomar por esposa a la esposa de mi hermano. Puede ser que tenga razón.
Porque, en verdad, tú eres estéril.
HERODÍAS. –¿Qué yo soy estéril, yo? ¿Tú dices eso, tú que estás siempre mirando
a mi hija, tú que quieres que ella baile para tu placer? Es absurdo que digas eso. He
tenido una hija. Tú no has tenido ningún hijo, no, ni siquiera de una de tus esclavas.
Eres tú el estéril, no yo.
HERODES. –¡Tranquilízate, mujer! Digo que tú eres estéril. Tú no me has dado
ningún hijo, y el profeta dice que nuestro matrimonio no es un verdadero matrimonio.
Él dice que es un matrimonio incestuoso, un matrimonio que traerá males… Me temo
que tenga razón; estoy seguro de que tiene razón. Pero no es este el momento de
hablar de tales cosas. Quiero ser feliz en este momento. En verdad, estoy feliz. Nada
me falta.
HERODÍAS. –Me alegra que estés de tan buen humor esta noche. No es tu
costumbre. Pero es tarde. Entremos. No olvides que cazamos al amanecer. Se
deben presentar todos los honores a los embajadores de César, ¿verdad?
SEGUNDO SOLDADO. –Qué aire sombrío tiene el tetrarca.
PRIMER SOLDADO. –Sí, tiene un aire sombrío.
HERODES. –Salomé, Salomé, baila para mí. Te ruego que bailes para mí. Estoy
triste esta noche. Sí, estoy pasando una noche triste. Cuando llegué aquí pisé
sangre, que es un mal augurio; y oí, estoy seguro de que oí en el aire un aleteo, el
aleteo de alas gigantes. No sé qué significan… estoy triste esta noche. Entonces,
baila para mí. Baila para mí, Salomé, te lo imploro. Si bailas para mí podrás pedirme
lo que desees, y te lo daré, aun la mitad de mi reino.
SALOMÉ (incorporándose). –¿De verdad me daréis lo que estar yo pida, tetrarca?
HERODÍAS. –No bailes, hija mía.
HERODES. –Todo, aun la mitad de mi reino.
SALOMÉ. –¿Lo Juráis, tetrarca?
HERODES. –Lo Juro, Salomé.
HERODÍAS. –No bailes, hija mía.
SALOMÉ. –¿Por qué juraréis, tetrarca?
HERODES. –Por mi vida, por mi corona, por mis dioses. Lo que tú desees te daré,
aun la mitad de mi reino, si sólo bailas para mí. ¡Oh, Salomé, Salomé, baila para mí!
SALOMÉ. –Habéis jurado, tetrarca.
HERODES. –He jurado, Salomé.
SALOMÉ. –Todo lo que pida, aun la mitad de vuestro reino.
HERODÍAS. –Hija mía, no bailes.
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HERODES. –Aun la mitad de mi reino. Tú te verás hermosa como una reina,
Salomé, si te place pedir la mitad de mi reino. ¿No se verá hermosa como una
reina? ¡Ah, hace frío aquí! Hay un viento helado, y oigo… ¿de dónde oigo en el aire
ese aleteo? ¡Ah! Se podría imaginar un pájaro, un enorme pájaro negro que se
cierne sobre la terraza. ¿Por qué no puedo ver a ese pájaro? Su aleteo es terrible.
La corriente de aire que .provocan. sus alas es terrible. Es un aire frío. No, no es frío,
es caliente. Me estoy ahogando. Verted agua sobre mis manos. Dadme a comer
nieve. Aflojad mi capa. ¡Rápido, rápido, aflojad mi capa! No, dejadla. Es mi guirnalda
lo que me molesta, mi guirnalda de rosas. Las flores son como fuego. Me han
quemado la frente. (Se quita la corona de la cabeza y la arroja sobre la mesa.) ¡Ah!
Ahora puedo respirar. ¡Cuán rojos son esos pétalos! Son como manchas de sangre
sobre el mantel. Eso no importa. No se debe hallar símbolos en todo lo que se ve,
porque así la vida se torna imposible. Seria mejor decir que las manchas de sangre
son tan hermosas como los pétalos de rosa. Sería muchísimo mejor decir eso… Pero
no hablaremos de eso. Ahora estoy feliz, estoy pasando una velada feliz. ¿Acaso no
tengo el derecho de ser feliz? Tu hija bailará para mí ¿No bailarás para mí, Salomé?
Has prometido bailar para mí.
HERODÍAS. –No le permitiré que baile.
SALOMÉ. –Bailaré para vos, tetrarca.
HERODES. –Oyes lo que dice tu hija. Bailará para mí. Haces bien al bailar para mí,
Salomé. y cuando hayas bailado para mí, no olvides pedirme lo que desees. Sea lo
que fuere lo que desees, te lo daré, aun la mitad de mi reino. Lo he jurado, ¿verdad?
SALOMÉ. –Lo habéis jurado, tetrarca.
HERODES. –Y nunca he faltado a mi palabra. No soy de aquellos que no cumplen
sus promesas. No sé mentir. Soy el esclavo de mi palabra, y mi palabra es la palabra
de un rey. El rey de Capadocia siempre miente, pero él no es un verdadero rey. Es
un cobarde. También me debe dinero que no quiere devolverme. Hasta ha insultado
a mis embajadores. Pronunció palabras que fueron hirientes. Pero César lo
crucificará cuando vaya a Roma. Estoy seguro de que César lo crucificará. y si no,
de todos modos morirá, y será comido por los gusanos. El profeta lo ha profetizado.
¡Bien!, ¿por qué te demoras, Salomé?
SALOMÉ. –Estoy esperando que mis esclavas me traigan perfumes y los siete velos,
y que me quiten las sandalias. (Las esclavas traen perfumes y los siete velos, y
quitan las sandalias de Salomé.)
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El servicio de Salomé (The toilette of Salome)
HERODES. –Ah, vas a bailar descalza. ¡Muy bien! ¡Muy bien! Tus pequeños pies
serán como blancas palomas. Serán como pequeñas flores blancas que danzan
sobre los árboles… No, no, va a bailar sobre la sangre. Hay sangre derramada sobre
el piso. No debe bailar sobre la sangre. Sería un mal augurio.
HERODÍAS. –¿A ti qué te importa si baila sobre sangre? Tú te has sumergido
bastante en sangre…
HERODES. –¿Qué me importa? ¡Ah, mira la Luna! Se ha vuelto roja. Se ha vuelto
roja como la sangre. ¡Ah!, el profeta profetizó bien. Profetizó que la Luna se tornaría
roja como la sangre. ¿No lo profetizó él? Todos vosotros lo oísteis. y ahora la Luna
se ha tornado roja como la sangre. ¿No la ves, tú?
HERODÍAS. –Oh, sí, la veo bien, y las estrellas están cayendo como higos maduros,
¿verdad? y el Sol se está tornando negro como un paño de luto, y los reyes de la
Tierra están asustados. Eso al menos se puede ver. El profeta, por una vez en su
vida, tuvo razón; los reyes de la Tierra están asustados… Entremos. Tú no estás
bien. Dirán en Roma que estas loco. Entremos, te digo.
LA VOZ DE JUAN. –¿Quién es éste que viene de Edom, quién es éste que viene de
Bozra, cuya ropa está teñida de púrpura, que brilla en la belleza de sus atavíos, que
camina poderosamente en su grandeza? ¿Por qué su ropa está manchada de
escarlata?
HERODÍAS. –Entremos. La voz de ese hombre me enloquece. No permitiré que mi
hija baile mientras él grita continuamente. No permitiré que ella baile mientras tú la
miras de esa manera. En una palabra, no permitiré que baile.
HERODES. –No te incorpores, mi esposa, mi reina, porque no te servirá de nada. No
entraré hasta que ella haya bailado. Baila, Salomé, baila para mí.
HERODÍAS. –No bailes, hija mía.
SALOMÉ. –Estoy pronta, tetrarca. (Salomé baila la danza de los siete velos.)
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La danza de Salomé (The stomach dance)
HERODES. –¡Ah! ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Tú ves que ella ha bailado para mí, tu
hija. Acércate, Salomé, acércate, para que pueda darte tu recompensa. ¡Ah, pago
bien a las bailarinas! A ti te pagaré realmente. Te daré lo que sea que desees. ¿Qué
quieres tú? Habla.
SALOMÉ (arrodillándose). –Quiero que me traigan en seguida en una bandeja de
plata…
HERODES (riendo). –¿En una bandeja de plata? Por cierto que sí, en una bandeja
de plata. Ella es encantadora, ¿verdad? ¿Qué es lo que deseas en una bandeja de
plata, oh dulce y bella Salomé, que eres más bella que todas las hijas de Judea?
¿Qué quieres que te traigan en una bandeja de plata? Dímelo. Sea lo que fuere, te lo
darán. Mis tesoros son tuyos. ¿Qué es, Salomé?
SALOMÉ (incorporándose). –La cabeza de Juan.
HERODÍAS. –¡Ah, eso es hablar bien, hija mía!
HERODES. –¡No, no!
HERODÍAS. –Eso es hablar bien, hija mía.
HERODES. –No, no, Salomé. No me pidas eso. No escuches la voz de tu madre.
Siempre te está aconsejando mal. No la atiendas.
SALOMÉ. –No atiendo a mi madre. Es por mi propio placer que pido la cabeza de
Juan en una bandeja de plata. Habéis jurado, Herodes. No olvidéis que habéis
jurado.
HERODES. –Lo sé. He jurado por mis dioses. Lo sé bien. Pero te ruego, Salomé,
pídeme otra cosa. Pídeme la mitad de mi reino, y te lo daré. Pero no me pidas lo que
me has pedido.
SALOMÉ. –Os pido la cabeza de Juan.
HERODES. –No, no, no lo deseo.
SALOMÉ. –Lo habéis jurado, Herodes.
HERODÍAS. –Sí, lo has jurado. Todo el mundo te oyó. Lo juraste ante todo el
mundo.
HERODES. –¡Cállate! No es a ti a quien hablo.
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HERODÍAS. –Mi hija ha hecho bien al pedir la cabeza de Juan. Él me ha cubierto de
insultos. Ha dicho cosas monstruosas de mí. Se puede ver que ella ama a su madre.
No cedas, hija mía. Él ha jurado, él ha jurado.
HERODES. –¡Cállate, no me hables… ! Ven, Salomé, sé razonable. Nunca he sido
duro contigo. Siempre te he querido… Tal vez te haya querido demasiado. Entonces
no me pidas eso. Eso es algo terrible, una cosa espantosa lo que me pides. Sin
duda, creo que debes estar bromeando. La cabeza de un hombre que se ha cortado
de su cuerpo no es grata de ver, ¿verdad? No es apropiado que los ojos de una
virgen se posen sobre tal cosa. ¿Qué placer podrías encontrar en ello? Ninguno. No,
no, no es eso lo que deseas. Escúchame. Tengo una esmeralda, una gran
esmeralda redonda, que me envió el favorito de César. Si miras a través de esa
esmeralda, puedes ver cosas que ocurren a una gran distancia. Cesar mismo lleva
una esmeralda igual cuando va al circo. Pero mi esmeralda es más grande. Es la
esmeralda más grande del mundo entero. Te gustaría, ¿verdad? Pídemela y te la
daré.
SALOMÉ. –Pido la cabeza de Juan.
HERODES. –Tú no me escuchas. Tú no me escuchas. Déjame hablar. Salomé.
SALOMÉ. –La cabeza de Juan.
HERODES. –No, no, tú no quieres eso. Lo dices para perturbarme, porque te he
mirado durante toda la velada. Tu belleza me ha perturbado. Tu belleza me ha
perturbado dolorosamente, y te he mirado demasiado. Pero no te miraré más. Ni a
las cosas ni a la gente debería uno mirar. Sólo en los espejos se debería mirar,
porque los espejos sólo nos muestran máscaras. ¡Oh! ¡Oh! ¡Traedme vino! Tengo
sed… Salomé, Salomé, seamos amigos. ¡Bien, ahora… ! ¡Ah!, ¿qué quería decirte?
¿Qué era? ¡Ah, ya recuerdo… ! Salomé…, no, ven más cerca de mí; temo que no me
escuches… Salomé, tú conoces mis pavos reales blancos, mis hermosos pavos
reales blancos, que andan por el jardín entre los mirtos y los altos cipreses. Sus
picos están recubiertos de oro, y los granos que comen también están recubiertos de
oro, y tienen pies manchados de púrpura. Cuando gritan viene la lluvia, y la Luna se
asoma al cielo cuando ellos despliegan la cola. De a dos andan entre los cipreses y
los mirtos negros, y cada uno dispone de un esclavo que lo atiende. A veces vuelan
a través de los árboles y luego se acomodan sobre la hierba, alrededor del lago. No
hay rey en todo el mundo que posea aves tan maravillosas. Estoy seguro de que
César mismo no tiene aves tan finas como las mías. Te daré cincuenta de mis pavos
reales. Te seguirán por todas partes, y entre ellos serás como la Luna en medio de
una gran nube blanca… Te los daré todos a ti. Sólo tengo un centenar, y en todo el
mundo no hay rey que posea pavos reales como los míos. Pero te los daré todos a
ti. Sólo que tú debes liberarme de mi compromiso y no debes pedirme aquello que
me has pedido.
Vacía la copa de ovino.
SALOMÉ. –Dadme la cabeza de Juan.
HERODÍAS. –¡Eso es hablar bien, hija mía! En cuanto a ti, eres ridículo con tus
pavos reales.
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HERODES. –¡Calla! Tú gritas siempre; tú gritas como un animal de presa. No debes
hacerlo. Tu voz me fastidia. Calla, digo… Salomé, piensa en lo que estás haciendo.
Este hombre tal vez venga de Dios. Es un hombre santo. El dedo de Dios lo ha
tocado. Dios le ha puesto en la boca palabras terribles. En el palacio como en el
desierto, Dios está siempre con el… Al menos es posible. Uno no sabe. Es posible
que Dios esté por él y con él. Además, si él muriera podría ocurrirme algún
infortunio. En todo caso, dijo que el día en que él muera a alguien le ocurrirá algún
infortunio. Eso sólo puede indicar que el infortunio me ocurrirá a mí. Recuerda,
resbalé en la sangre cuando entré. Además, oí un aleteo en el aire, el movimiento de
alas poderosas. Esos son augurios muy malos, y hubo otros. Estoy seguro de que
hubo otros, aunque no los vi. Bien, Salomé, ¿tú no querrás que me ocurra un
infortunio? Tú no deseas eso. Escúchame, entonces.
SALOMÉ. –Dadme la cabeza de Juan.
HERODES. –¡Ah, tú no me estás escuchando! Cálmate. Yo… yo estoy calmo. Estoy
muy calmo. Escucha. Poseo joyas ocultas en este lugar… joyas que tu madre jamás
ha visto; joyas que son maravillosas. Tengo un collar de perlas de cuatro vueltas.
Son como lunas unidas con rayos de plata. Son como cincuenta lunas apresadas en
una red dorada. Sobre el marfil de su pecho lo ha lucido una reina. Tú lucirás tan
hermosa como una reina cuando te adornes con él. Tengo amatistas de dos clases,
una que es negra como el vino, y una que es roja como el vino que ha sido
coloreado con agua. Tengo topacios, amarillos como son los ojos de los tigres, y
topacios que son rosados como los ojos de las palomas torcazas, y topacios verdes
que son como los ojos de los gatos. Tengo ópalos que arden siempre con una llama
como la del hielo, ópalos que entristecen la mente de los hombres y que temen a las
sombras. Tengo ónices como los ojos de una mujer muerta. Tengo adularias que
cambian cuando cambia la Luna y que empalidecen al ver al Sol. Tengo zafiros
grandes como huevos y azules como flores. El mar circula dentro de ellos y la Luna
nunca va a perturbar el azul de sus olas. Tengo crisólitos y berilos y crisoprasas y
rubíes. Tengo piedras de sardónice y de jacinto, y piedras de calcedonia, y te las
daré todas a ti, todas, y agregaré a ellas otras cosas. El rey de las Indias acaba de
enviarme cuatro abanicos hechos con plumas de papagayo, y el rey de Numidia una
prenda de plumas de avestruz. Tengo un cristal en el que a las mujeres no les es
lícito mirar, y tampoco pueden los hombres jóvenes contemplarlo hasta que han sido
castigados con varas. En un estuche de nácar tengo tres magníficas turquesas.
Aquel que las luzca sobre la frente puede imaginar cosas que no existen, y el que las
lleva sobre la cabeza puede hacer estériles a las mujeres. Estos son grandes
tesoros que están por encima de todo precio. Son tesoros que no tienen precio. Pero
eso no es todo. En un estuche de ébano tengo dos copas de ámbar que son como
manzanas de oro. Si un enemigo vierte veneno en esas copas, éstas se tornan como
una manzana de la plata. En un cofre taraceado con ámbar tengo sándalos con
incrustaciones de cristal. Tengo capas que han sido traídas de la tierra de Seres, y
brazaletes adornados con carbunclos y con jade que vienen de la ciudad de
Éufrates… ¿Qué puedes desear más que esto, Salomé? Dime lo que deseas, y te lo
daré. Todo lo que me pidieras te lo daré, menos una cosa. Te daré todo lo que es
mío, menos una vida. Te daré la túnica del gran sacerdote. Te daré el velo del
santuario.
LOS JUDÍOS. –¡Oh. ¡Oh!
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SALOMÉ. –Dadme la cabeza de Juan.
HERODES (hundiéndose en su asiento). ––¡Que tenga lo que pide! ¡En verdad que
es la hija de su madre! (Al Primer Soldado, que se acerca. Herodías retira de la
mano del tetrarca el anillo de la muerte y se lo da al Soldado, quien inmediatamente
lo entrega al Verdugo. El Verdugo parece atemorizado.) ¿Quién ha tomado mi
anillo? Había un anillo en mi mano derecha. ¿Quién ha bebido mi vino? Había vino
en mi copa. Estaba llena de vino. ¿Alguien lo ha bebido? ¡Oh, seguramente algún
mal caerá sobre alguien! (El Verdugo desciende en la cisterna.) ¡Ah! ¿Por qué
pronuncié mi juramento? Los reyes nunca deberían comprometer su palabra. Si no
cumplen, es terrible, y si cumplen, es terrible también.
HERODÍAS. –Mi hija ha hecho bien.
HERODES. –Estoy seguro de que ocurrirá algún infortunio.
SALOMÉ (se apoya en el borde de la cisterna y escucha). –No hay ningún sonido.
No oigo nada. ¿Por qué no grita, ese hombre? ¡Ah, si algún hombre tratara de
matarme, yo gritaría, lucharía, no permitiría…! Golpea, golpea, Naaman, golpea, te
digo… No, no oigo nada. Hay silencio, un terrible silencio. ¡Oh! Algo ha caído al
suelo. Oí que algo caía. Es la espada del verdugo. Está asustado ese esclavo. Ha
dejado caer su espada. No se atreve a matarlo. ¡Es un cobarde, ese esclavo! Enviad
soldados. (Ve al Paje de Herodías y se dirige a él.) Ven aquí, ¿tú eras amigo de
aquel que está muerto, verdad? Bien, te digo, no hay hombres muertos suficientes.
Ve a los soldados y ordénales que desciendan y me traigan lo que pido, lo que el
tetrarca me ha prometido, lo que es mío. (El Paje retrocede. Ella se vuelve a los
Soldados.) Aquí, soldados. Descended por esta cisterna y traedme la cabeza de ese
hombre. (Los Soldados retroceden.) Tetrarca, tetrarca, ordenad a vuestros soldados
que me traigan la cabeza de Juan.
Un enorme brazo negro, el brazo del Verdugo, emerge de la cisterna sosteniendo
sobre un escudo de plata la cabeza de Juan. Salomé la toma. Herodes oculta el
rostro en su capa. Herodías sonríe y se abanica. Los Nazarenos caen de rodillas y
comienzan a rezar.
El premio de la bailarina (The dancer´s reward)
SALOMÉ. –¡Ah! Tú no me dejaste besar tu boca, Juan. ¡Bien! Ahora la beso. La
morderé con mis dientes como se muerde la fruta madura. Sí, besaré tu boca, Juan.
Lo dije. ¿No lo dije? Lo dije. ¡Ah! La besaré ahora… ¿Pero por qué no me miras,
Juan? Tus ojos, que eran tan terribles, tan un llenos de ira y desprecio, están
cerrados ahora. ¿Por qué están cerrados? ¡Abre los ojos! ¡Levanta los párpados,
Juan! ¿Por qué no me miras? ¿Me temes, Juan, que no deseas mirarme… ? Y tu
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lengua, que era como una serpiente roja que lanzaba veneno, ya no se mueve, nada
dice ahora, Juan, esta víbora escarlata que escupió su veneno sobre mí. Es extraño,
¿no? ¿Cómo es que la víbora roja no se agita más… ? Tú no quisiste nada de mí,
Juan. Tú me rechazaste. Pronunciaste terribles palabras contra mí. ¡Me trataste
como a una ramera, como a una mujerzuela, a mí, a Salomé, hija de Herodías,
princesa de Judea! ¡Bien, Juan, yo aún vivo, pero tú, tú estás muerto, y tu cabeza
me pertenece! Puedo hacer con ella lo que desee. Puedo arrojarla a los perros y a
los pájaros del aire. Lo que dejen los perros lo devorarán los pájaros del aire… Ah,
Juan, Juan, tú fuiste el único hombre que he amado. Todos los otros hombres son
odiosos para mí. ¡Pero tú, tú eras hermoso! Tu cuerpo era una columna de marfil
colocada sobre una base de plata. Era un jardín lleno de palomas y de lirios
plateados. Era una torre de plata adornada con escudos de marfil. No había nada en
el mundo tan blanco como tu cuerpo. No había nada en el mundo tan negro como tu
pelo. En todo el mundo no había nada tan rojo como tu boca. Tu voz era un
incensario que exhalaba extraños perfumes, y cuando te miré oí una extraña música
¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Juan? Detrás de tus manos y tus maldiciones
ocultaste tu rostro. Pusiste sobre tus ojos la cubierta de aquel que quiere ver a su
Dios. Bien, tú has visto a tu Dios, Juan, pero a mí, a mí, tú nunca me viste. Si me
hubieras visto, me hubieses amado. Yo, yo te vi, Juan, y te amé. ¡Oh, cómo te amé!
Te amo aún, Juan, te amo, sólo que… estoy sedienta de tu belleza; tengo hambre de
tu cuerpo; y ni el vino ni la fruta pueden satisfacer mi deseo. ¿Qué haré ahora, Juan?
Ni las avenidas ni las grandes aguas pueden saciar mi pasión. Era una princesa, y tú
me despreciaste. Era una virgen, y tú me quitaste mi virginidad. Era casta, y tú
llenaste de fuego mis venas… ¡Ah! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Juan? Sí me
hubieras mirado me hubieses amado. Sé que me hubieses amado, y el misterio del
amor es más grande que el misterio de la muerte. Sólo al amor se debería
considerar.
HERODES. –Es monstruosa, tu hija, es completamente monstruosa. En verdad, lo
que ha hecho es un crimen contra un Dios desconocido.
HERODÍAS. –Apruebo lo que ha hecho mi hija. y me quedaré aquí ahora.
HERODES (poniéndose de pie). –¡Ah! ¡Así habla la esposa incestuosa! ¡Ven! No
quiero quedarme aquí. Ven, te digo. Seguramente ocurrirá algo terrible. Manassé,
Isacar, Osías, apagad las antorchas. No quiero mirar estas cosas, no permitiré que
las cosas me miren. ¡Apagad las antorchas! ¡Ocultad la Luna! ¡Ocultad las estrellas!
Ocultémonos en nuestro palacio, Herodías. Comienzo a estar asustado.
Los esclavos apagan las antorchas. Las estrellas desaparecen. Una gran nube
negra cruza la Luna y la cubre por completo. El escenario se torna muy obscuro. El
tetrarca comienza a subir la escalera.
LA VOZ DE SALOMÉ. –¡Ah! He besado tu boca, Juan. He besado tu boca. Había un
sabor amargo en tus labios. ¿Era el sabor de la sangre… ? Pero tal vez sea el sabor
del amor… Dicen que el amor posee un sabor amargo… ¿Pero qué importa eso?
¿Qué importa eso? He besado tu boca, Juan.
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Clímax (The climax)
Un rayo de luz de la Luna ilumina a Salomé.
HERODES (que se da vuelta y ve a Salomé). –¡Matad a esa mujer!
Los soldados se precipitan y aplastan con sus escudos a Salomé, hija de Herodías,
princesa de Judea.
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